viernes, 15 de abril de 2011

PRIMER VIOLÍN

Mi compañero desde hace más de treinta años tuvo un abuelo que no conocí. Fueron siempre tan sutiles y cálidos los recuerdos de su nieto. Lo quiero más que a cualquier componente de su familia. Siento que sí lo conozco y me hace ensoñar lindo, tanto como mi padre. Cuando huelo el tabaco de una pipa presiento que el abuelo está presente en ese humo. Virgilio se apropió de mi cabeza. Él vive en el pentagrama que define su nieto. Si tenía buen humor, le dejaba meter las tostadas en su taza de café bien oscuro, no como el de los chicos, clarito y con leche.

Vivía en una Villa de Córdoba, rodeada de bosques y casitas de cuento, habitadas por músicos diversos. Pintaba al aire libre, teniendo como fondo el Pan de Azúcar, había olor a trementina y óleos de todos colores. En la Villa hacía coros con su familia y los nietos. Virgilio tocaba el violín y la abuela el piano, únicos momentos que ella se cruzaba con el bienestar. El abuelo corregía la música que hacían los nietos con sonrisas, tocando su violín a la altura de los más chicos. En una capilla abandonada ejecutó un concierto y entró dios aplaudiendo “¡Por fin el reciento sirvió para algo bello!” dijo dios y se quedó por ahí. Le habló a Virgilio, que estaba en otra cosa y no escuchó nada, porque era ateo.

Volvieron de un paseo por el monte y se sentó en su cama, los chicos, agotados, se tiraron alrededor. Todos vieron cómo le costaba quitarse un zapato, fruncía toda la cara y el zapato parecía no querer dejar su pie. Agachó la cabeza, mirando la suela y pidió que le trajeran una tenaza de inmediato. Era un clavo, que comenzaba en la suela y se introducía trecho largo y enhiesto en su propio pellejo. Lo quitó, con ese silencio digno que lo ocupaba siempre. Corrió una brisa angelada y recordó el violín, solía despedir el sol con alguna sonata entrañable y dulce como el atardecer sereno.