domingo, 19 de junio de 2011

¿UN ESPEJO SÓLO?

Ella dice, que frente al hombre que se le impone, dirige sus ojos a los ojos de él. Fuerte, lo mira, hondo, para que el tipo sienta que ella es alguien más que cualquier otra. Yo la miro, no veo esos ojos profundos que dice tener. Son oscuros, tienen brillos, pero les falta cosmogonía. Conocí ojos, de pupilas negras, donde caí como Alicia, en tirabuzón y sin garantía de retorno. En el país de las maravillas hubo miradas que me llevaron a lugares desconocidos, abrieron puertas y ventanas. Salieron soles, corrieron nubes, para ellos y para mí. Vi llover con arco iris levantando el telón de todos los colores.

Tenía endorfinas, adrenalina, neuronas perfectas, la demencia sin excesos. Los ojos de los demás me importaban porque tenían fortaleza, generosidad y sentimientos piadosos. Algo se dividió, se fragmentó, hasta extravió la memoria y junto con todo, la mirada.

Ahora hay ojos perdidos en cualquier persona. Terminan ahí, justo en la forma, no tienen adentro ni fondo, ni dicen, ni quieren. Pobres las miradas de hoy, tanto deterioro por ambiciones ciegas. Recién levanté la vista de mi cuaderno y encontré unos ojos que miraban genuino.
Me quise por primera vez, gracias al espejo que tengo enfrente. Tienen que existir otros, que no sean tan tristes y añosos.

viernes, 17 de junio de 2011

LLAMÓ ALFREDO

Sabía que era Alfredo. A esta altura del año, a esta altura del mes. A esa incertidumbre que obliga a la vejez a seguir al palo. Y uno quiere saber si cobra, si no cobra, si va a poder, si será peor. Jamás Alfredo pregunta si va a ser mejor. A mí me sucede. No lo llamo porque hay demasiadas cosas para decir, pensar, recordar, proyectar un teatro de sombras o reír hasta que el aire pueda virar a suspiro.

Sabés, Alfredo. Encima sabés y eso me da alegría, sin vértigo, a esta altura de las alturas. La nostalgia, el asombro de la tristeza mirando más atrás de la nuca, adelante uno mismo, con un hombro más alto que otro. Esperando que siga camino el camino, que como dijo aquel uruguayo del Tristán Narvaja “sigue y sigue; al final llega y si no, sigue un poco más. No es tanto.”

Hoy el cielo está blanco de nubes y negro de cenizas. Parecen las vísperas y lo de luego.

¿O sí te preguntás si va a ser mejor? Aquí va mi patética: me pregunto lo mismo. Es la zanahoria y uno que es un nabo, sigue.

lunes, 6 de junio de 2011

LA PATRIA ES UNO

Miraban con descaro, mandíbulas caídas y ojos de escarabajo. El bar frente a la plaza, con mesas de bar, sillas de bar y ese café traído por mozos afables y viejos como los cimientos del lugar. Los ventanales que subían según las estaciones y lo vientos. El olor a bosta que trepaba de la calle, las risas abiertas y francas de los parroquianos. Quintina recordaba venir al pueblo con su padre y tomar cortaditos con medialunas. Los saludos de la gente, tan saludados, como festejando encuentros inesperados.

Ahora el bar era un agobio híbrido, con olor a aceite viejo y barato, casado con el repulsivo olor de caños de escape nublando los nogales de la plaza. No quiso entrar a aquel reducto sin identidad. Caminó buscando un alguien de antes que no aparecía ni bajo los teñidos tapacanas. Sólo caras operadas de hombres y mujeres. Gente de su edad, tan deformada como aquellos frentes soñados de todas las casas.

Llegó al Bar Tito, Tito mudado a España y otro par de pobres borrachos o ricos en copas, dejó de ser.

Tomó un taxi hasta el campito de sus padres. Les contó alegrías inventadas y encuentros no ocurridos. El viejo, por las sombras en los gestos de su hija, advirtió que mentía. La madre quiso saber de su vida en Italia, más que de sus impresiones del pueblo. Compartiendo el almuerzo, Quintina los hizo reír con anécdotas tranquilas, desopilantes e irónicas. En un silencio de ángeles Quintina puso las manos de sus padres en sus manos y lloró con hipos. Les dijo que los tanos eran más de lo mismo. El mundo cargaba con más mierda de la que pudiera imaginarse. Volvió para curarse un poco de ese filocapital que cubría Europa y encontró una sucursal perversa de aquello que dejó. Un pueblo rodeado de soja y disfrazado de ciudad con edificios equívocos con olor a lavadero. Árboles talados, sierras alambradas y casa pretenciosas en sus cumbres, desafinando el antiguo paisaje. Lo padres la abrazaron con la sabiduría que legaron a su hija, no encontraron palabras.

Quintina los sorprendió con la compra de mil doscientas hectáreas vecinas al pedacito de sus padres. Ellos no quisieron aceptar, la hija no debía invertir veinte años de ausencia y el esfuerzo de sus ganancias. No les pareció justo. Ella dijo que si no aceptaban iba a llorar el resto de su vida y volvería al lugar donde era una sudaca que instruía europeos tan burros como las vacas o los políticos.

Dijo tener planes creíbles y posibles. Ése era su lugar. Los padres no le creyeron tanto entusiasmo. Caer de tan alto duele.

Al amanecer recuperó la cordura y el mantra de la patria guaranga: “hacer algo acá es al pedo…” se impuso antes del primer canto de gallo. Armó su austera mochila. Redactó una carta para sus padres, contenciosa y administrativa: amor y euros. Hizo dedo en la segunda tranquera, no eran tiempos para viajar de ese modo, pero pensó que el miedo roba tiempo y ganas. El destino no importó. Lo que más hizo en su vida Quintina fue perderse. Es así como de cuando en vez uno se la cruza, es inevitable, como que redondo es el mundo.