El destino no
importaba, la idea era viajar a dedo hacia el Norte. Usamos una brújula que
brujuleaba sin errores.
Nos llevaba un
auto y a los diez minutos apareció una camioneta. Ésa portaba frutos moscosos,
íbamos en la cabina. El conductor pidió que cerráramos bien las ventanas. Si
llegaba a entrar una con vitalidad nos volvería locos. Y si estaba mormosa
descansaría en algún borde molesto de la cara, orejas, o pestañas.
—Yo estoy
acostumbrado, las vitales las combato con el matafuegos y las mormosas las
reviento con la mano donde se pongan.
Yo tenía ganas
de mear o ambas cosas, estábamos en el medio de algo parecido a un desierto. Le
pedimos que nos dejara allí. La única construcción era un baño semiderruído,
tenía techo, paredes y dos entradas que decían Damas y Caballeros.
—¿Vas a tardar
mucho, Negra?, te espero afuera, por ahí pasa alguno que nos lleve.
Había una
cortina de tiras negras, las atravesé en vuelo y debo haber meado dos litros y
lo segundo también. Eran letrinas con mosaicos de dibujos arbitrarios, miré el
techo cubierto de moscas, mi entrada las movilizó y comenzaron a rodearme.
Algunas me decían cosas al oído, otras se posaron donde debía limpiarme. Pegué
un grito desesperado, entró el Flaco corriendo.
—Hay cortinas de
moscas. ¿Qué hago?
Me dio furia:
—Espantalas.
—No puedo, son
millones, no me dejan.
—¡¿Cómo no te
dejan boludo?! Son moscas, espantalas con el sombrero.
No me quiso
asustar, pero habían formado una pared dura, como cemento armado. Y pobrecita
yo encerrada, decía algo, pero no le
entendía. Las moscas me invadieron el interior de la boca. Salió de una nube de
tierra un Lamborghini cuatro puertas y tocó bocina.
Escuché poco,
las mosconas me pusieron huevos en los oídos.
—Dejá Flaco, yo
tengo una maza.
Le dio con todo,
logré pasar por el agujero y me encerró en una bolsa de arpillera plástica.
Tenía una fuerza descomunal, me tiró en la parte posterior y el flaco iba de
copiloto.
—Chicos, si me
perdonan, abro todas las ventanillas, prendo el aire, le doy al acelerador a
fondo, está lleno de moscas de letrina. Disculpá, flaca, pero el olor a mierda
me asfixia.
El aire y la
velocidad disminuyó la población, estaban pero no jodían.
Cuando el olor
se hizo insostenible:
—¡Chicos! ─frenó de golpe─ por favor bajen, corran no sé,
desaparezcan.
El Flaco me sacó
la bolsa y tuvimos que correr, largamos las mochilas porque nos seguían
empecinadas con nuestros ojos, las piernas, los brazos, algunas parecían
quedarse a vivir en cuanto orificio teníamos. Llegamos al Palmar de Entre Ríos,
nos acostamos en el agua, quitamos las más insufribles, no se iban, eran
anfibias las muy putas, salimos del agua corriendo y seguimos y seguimos. Nos dimos
vuelta y vimos un tornado de moscas que se disponían a remontarnos.