Las olas
arremetían contra su cabaña palafita, construida por él mismo. Primero
temblaron las columnas de madera. Flotó la cabaña después de arrancar puertas y
ventanas.
Él estaba a
cierta distancia, volvía de hacer la compra y encontró el mar calma chicha.
Pudo rescatar su escritorio, la mesa, dos sillas de caña y cientos de libros
mojados que arrastró en una red hasta los de Nilda, que tenía secadores porque
era peluquera. Secó hoja por hoja cien libros, los demás los dio por perdidos.
Cuando llegó a la playa donde había una pérgola, encontró todos sus escritos,
estaban secos, era su último libro que constaba de 180 páginas. Juntó hasta la
página 180.
Le pidió
prestado el jeep a Nilda, la Peluquera. Llegó a la imprenta algo tarde. Entregó
el borrador de su libro. Dijo el Editor:
—Vos sabés que
ahora que lo leí, no me gustó para nada. Pero no te desalientes, empezá a
escribir otro.
El escritor lo
miró y pensó: este se cree que algo que me llevó cuatro años se lo entregue en
seis meses.
—Tenés talento,
escribís muy bien. Para enganchar un lector, hay que tirar un anzuelo que lo
amarre y no pueda pensar en otra cosa. Ellos al terminar te van a comer crudo.
Tus finales les van a quitar las ganas de creer que todavía existe la lectura.
El Escritor le contestó:
—Escribo porque
me gusta, no para satisfacer a un lector, ni esperar ningún dinero a cambio de
lo que hago. Usted es un Editor que no entiende de estas cosas, no me voy a
molestar en explicarle nada.
Pero una pequeña
venganza, no le hace mal a nadie. Durante una reunión de Editores consagrados,
dando esas conferencias que hacen bostezar, lo descubrió sentado entre dos
damas, estaba con la boca abierta. Le ensartó el anzuelo en el paladar, tenía
la caña, la tanza y el anzuelo, que el pelotudo del Editor se lo tragó.

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