miércoles, 30 de diciembre de 2015

EL CHURRO ENAMORADO

      El viaje se hizo corto gracias a un señor con aspecto de peón de campo. Hacía dedo, nadie lo levantaba. El sol caía perpendicular a su cabeza con boina, los cuarenta grados no lo afectaban, vestía una camisa prístina y bombacha de campo recién planchada.
       -Gracias por el aventón, voy hasta Las Armas y luego a San Bernardo. Me pueden dejar donde quieran, si es otro su destino-.
      Cuando subió al auto se mezcló el olor de Agua Florida, con leche de ordeñe, tierra seca y mate cocido. –A mí me gusta trabajar. Soy viejo y donde haiga trabajo, allí me quedo. A los siete años ya era peón de albañil, vendí diarios, recolecté zapallos, me fui a la Capital y manejé taxis una punta de años, son triste los porteños, donde le subía uno alegre era una fiesta-.
      Tenía voz ronca y la usaba como contando secretos.
      Los sentí como una canción de cuna, me dormí. Andrés lo escuchaba, porque el tipo era un personaje de libro.
      -¿Sabe Don? lo mejor y lo peor que me pasó fue enamorarme. Linda la china, usté viera. Fuimos novios dos años y vio cómo son las mujeres, con perdón de la señora que duerme, se desenamoró. Ella sí, pero yo la seguí queriendo. Largué el taxi, me fui de Bs As cuando ya era todo puro edificio y basura.
       Volví a mi rancho y respiré lindo. Lo arreglé todo mientras hacía quinta. Cada vez que necesitaba un descanso la recordaba. Volvía a los tomates y las lechugas pa que se me fuera el dolor del pecho, vió cómo es. Ahora voy para San Bernardo, tres meses me quedo, tres-. Quedó callado el hombre, hasta que le dije –Qué bueno, tiene tres meses de vacaciones-. Él pensaba, era como si se fuera un ratito. Luego arremetía –Voy a trabajar, hace como veinte años que vendo churros en la playa. Me conocen todos ya y al carro, que dice bien grande “EL CHURRO ENAMORADO”, los churros que hago son perfetos, perdón por mandarme la parte, salen escurridos, azucarados, hecho en aceite nuevo, todo produto noble. A vece paro el carro y miro el mar, el horizonte, no escucho a nadie ni aunque gritonee. Es ella, no me puedo olvidar. Ni quiero. Nadie sabe porqué el nombre que elegí para mi carro, pero la gente me dice “el churro enamorado”. Yo no me muevo, esas ausencias son para ella. Aquí me queda bien-. Se bajó, nos dio su mano callosa, junto con un “Que dios los proteja”. Nos miró partir, como si algo de él hubiera quedado en el auto. Tenía razón.

      

domingo, 13 de diciembre de 2015

MI AMIGO, CASI HERMANO


      -¿Sabés qué me pasa? Imagino los alemanes con bigote angosto y haciendo ¡Heil!, no lo nombro-. Yo sabía que Alemania le iba a abrir la cabeza, más allá de su xenofobia que había bajado decibeles viviendo en Berlín. Era la máxima autoridad en un centro de literatura latinoamericana.
      Rubio, muy alto y se vestía como un alemán perfecto. Cuando nos conocimos encontramos nuestros escritorios demasiado angostos y sacamos los pasajes. Quisimos huir de la miseria, de un país que se hundía a otro donde techo y comida se pagaban con trabajo. Me sorprendió cuando lo escuché hablar en un alemán perfecto. Yo sólo hablaba castellano imperfecto. Aprendí en un curso de seis meses a hablar el idioma, donde recibí honores al finalizar el ciclo.
      Vivíamos en la misma casa, hasta que apareció su novia embarazada. Reclamaron mi cuarto para el bebé. La propuesta era a elegir entre el living ó el garage, ambos lugares para armar mi dormitorio.
     Estuve de acuerdo. Los intercambios con mi amigo cubrían la distancia de nuestra tierra.
     Solía compartir nuestras veladas, la embarazada. Nos venía muy bien para la práctica del idioma. Cuando se ponía pesada, la mandábamos a dormir y seguíamos hablando de nuestras películas predilectas o cualquier otra lechuga. Sentí que era mi hermano, tal vez por ser único hijo. Fui padrino del bebé, le pusieron mi nombre y mi apellido. Esto no lo entendí, pero viniendo de mi casi hermano tuve plena confianza.
       Fue repentino, volví a Bs As. Extrañaba mi almohada, el bar de abajo, charlar con mis viejos amigos, que estaban más viejos que amigos. Los miraba y se veían lejos y borrosos. No había un pensamiento colectivo de esperanzas bien distribuidas.
      Me cansaron las diatribas de ciencia ficción, saqué un pasaje a Alemania y volví a mi antiguo domicilio. Mi amigo jugaba con sus cuatro hijos, todos iguales a él en miniatura, menos uno, que parecía yo cuando era chico.
      Del abrazo pasamos al costo de la casa, él decía haber puesto más que yo. No era cierto, pero no le contesté. Acomodé mi dormitorio en mi dormitorio, a los chicos les armé una cama gigante con todos los almohadones que encontré en el living. Rediseñé el interior de la casa, redecoré el dormitorio de mi amigo. A la alemana se le notaba de qué lado dormía, porque allí estaba hundido y tenía olor a salchicha.
       Ese olor me trajo a la memoria que una noche, de terrible borrachera la gorda me violó sin yo darme cuenta. Salimos a la terraza y preparé a mi amigo, casi hermano, le conté del episodio y el olvido.
      Se mostró afable y perdonavidas. Me saqué un peso de encima, ellos a cambio pusieron al hijo igual a mí, bajo mi custodia. Le vi ojos de perro desamparado y vino a vivir conmigo, a otra casa cercana, para que no perdiera contacto con sus hermanitos cara de chancho con olor a chucrut y su madre, la gorda salchichonga. Con mi amigo, retornamos a nuestras charlas sobre libros, películas, cosas de Argentina y el café de la cortada Tres Sargentos.
      Nos despedimos con un abrazo, me llevaba el niño que tenía hasta mi apellido. Fuimos al Machu-Pichu.

      Desde aquí arriba pienso en mi amigo, casi hermano. La voz de un niño, me reclama.

PRUDENCIO


      Al nuevo lo pusieron enfrente de mi escritorio.
      El tipo resultó ser un dechado de rapidez, inteligencia y eficiencia. Mientras él en tres horas resolvía treinta y dos expedientes, antes de concluir su trabajo, silbaba bajito algún tema conocido que terminaba en ¡¡¡Terminé!!!
      Yo apenas hacía doce expedientes y de seguro estarían cargados de errores. Antes de su llegada dedicaba mi tiempo a leer el diario, tomar cafecitos y dar unas vueltas por el edificio, mirando culitos nuevos. Cuando apareció el dechado no tuve más remedio que trabajar. Aún así, no le podía seguir el tren.
      Los jefes pasaban por su escritorio, lo saludaban con bonhomía, a mí me ignoraban, o algún capotoste me decía con los ojos “No te hagás el piola porque con tu compañero solo, de vos podemos prescindir.
      Yo odiaba las premoniciones, porque tuve ese don, un gran premonizador. No podía quedar sin trabajo. Invité a Prudencio, así era su nombre, a tomar unas cervezas a la salida. Frente a frente, contra la ventana le pedía que me enseñara esa rapidez frenética para resolver una cantidad inusitada de carpetas. Prudencio desplegó sus dotes de maestro, por ejemplo, cómo resolver tres casos en simultáneo y artilugios que eran herramientas de trabajo imprescindibles.
      Comencé con ahínco y logré superar al maestro, resolvía cincuenta expedientes en dos horas y media. Llegó a mis oídos que iban a despedir a uno de nosotros. Sabía que era a mí, por mis malditas premoniciones y por mi currículum de no hacer nada o casi.
      Nos mandaron llamar. Una mesa ovalada y larga, la escenografía era un building de película. En un extremo Prudencio y yo, en la otra cabecera lejana, tres flacos de traje negro y corbatas de seda. Uno de ellos explicó que el “Ministerio de las Ideas” debía reducir el personal. Decidieron por unanimidad que yo ocupara el puesto de Prudencio. Él fue despedido. Hablé con el “Ministro de las Ideas” logré que prescindieran de mis servicios y volvieran a nombrar a Prudencio.
      Salí contento de la reunión, me compré un helado de chocolate, fui al hipódromo, perdí todo, como siempre. Volvía para casa cuando un auto me frena encima, se asoma la cabezota de Prudencio que grita -¡Te conseguí un trabajo, empezás mañana-.
      Le agradecí, nos dimos un abrazo.

      Jamás me gustó laburar. Ahora que tenía la oportunidad de hacer cualquiera, me regala un nombramiento. Yo mañana no me despierto. Voy pasado e invento que se murió mi sobrino, viene bien, es un sobrino que detesto.

sábado, 12 de diciembre de 2015

CENICIENTA


      Las amigas tenían su misma edad, pero con atributos de adolescentes en desarrollo. Pety carecía del formato de las otras, era una tabla por delante y por detrás.
      En las fiestas de quince se agudizaba su malestar. Los padres la vestían como para asistir a misa, traje color azul marino, con un cuello blanco insulso, zoquetes blancos y zapatos chatos. Las amigas vestían con escote, cinturas marcadas, medias transparentes y tacos altos. Los lugares se decoraban con mesas redondas, el sector de baile en medio del salón. Cuando la música comenzaba, los chicos sacaban a bailar a sus amigas, menos a Pety, que planchaba en todos los eventos. Una noche de luna llena un chico la miraba con timidez inmerecida, pensaba Pety. El chico cruzó la pista en una recta perfecta, inclinó su cabeza y preguntó -¿Bailás?-. Ella dijo un sí, inaudible y él la tomó por su inminente cintura. Advirtió que Pety no sabía bailar y le sugirió que se dejara llevar, primero con distancia, luego de varios temas de Los Beatles, el inefable “Yesterday”, unió sus cuerpos angelados. Las amigas la miraban con asombro. Pety bailaba con el más buen mozo de la fiesta, el más codiciado. El encanto se desvaneció a las tres, cuando su padre pasó a retirarla. Peter, así era el nombre del chico, preguntó al padre si no lo dejaba en su casa, quedaba de camino, antes se presentó.
      Subieron al auto, ella lo miraba por el espejo y Peter respondía con sonrisa escondida. No se dio el clásico de ¿a qué escuelas vas?¿cuántos años tenés?¿cómo te llamás? Sólo el silencio y la música los unieron esa noche.
      Luego no lo vio más. Nadie supo más de Peter.
      Ella terminó sus estudios, con la cabeza abierta que da el conocimiento y el cuerpo desarrollado, con lo que hay que tener y algo más. Nunca olvidó aquella noche.
      Pasaron años, Pety asistió a un congreso en Bolonia y lo descubrió mientras Peter exponía. Era él, sin duda, más alto aún, un pope con voz grave, una precisión en el lenguaje que produjo un aplauso cerrado. En la multitud era dificultoso llegar a él. Con un grito descarado lo llamó
-¡Peter!-. La miró como a una perfecta desconocida.
      Pety trató de echar recuerdos en la memoria de Peter. La miró como si le hablara a una demente. Aseguró no conocerla. –No tiene importancia- dijo Pety –de todos modos vuelvo a Argentina hoy-.
      Lo dejó diciendo algo como, -Lindo país Argentina, lástima sus gobiernos, de todas maneras ni se me ocurriría volver-.

      Ella llamó un taxi y se fue sin saludar.

martes, 8 de diciembre de 2015

EL ARROYO


      La terraza austera y humilde como sus habitantes, Jenny y Salvador. Un corral de ovejas hecho con pircas, la casa a la que sumaron madera y piedra. Las festucas crecían por doquier, hasta llegar al arroyo. Nadie sabía de la existencia de aquel arroyo, las aguas emergían de las piedras, daban una vuelta de un kilómetro y volvían al interior de la tierra.
      Les llevó cinco años terminar la casa. Silvia, la amiga hermana de Jenny, iba casi todos los días de fines de semana para ayudar y les pedía a ellos que además de onda le pusieran velocidad. Hablaba como propietaria.
–A fin de año -dijo Silvia- la terminamos, si es que Salvador se puede acostar temprano y madrugar-. Él se puso rojo de ira, la tomó de un brazo y le exigió que no se metiera a organizarle la vida. –Y en todo caso, Jenny sería la encargada de señalar mis faltas, de las cuales estoy seguro no usaría esas palabras y esa tendencia, hundir la autoestima al otro, como si uno, como si uno, bueno ¡Basta!, fuera de esta casa-. Dio un portazo y se fue. Cuando Salvador encontró a Jenny llorando y hablando entre dientes. –Mi mejor amiga, cómo hizo eso con mi mejor amiga...-
      -Escuchame Jenny, es una mujer mala, no puede ser mejor por que ignora al otro. Hoy lo hizo con vos, me faltó el respeto, no le importó un carajo que yo sea tu marido. Sabés lo que necesita tu amiga ¿Sabés lo que necesita urgente...?-
      -Sí ya sé no me lo digas más, -clamaba Jenny hipando- coger, necesita coger-.
      -Y decime vos, cómo va a encontrar alguien si se pasa todo el fin de semana en nuestra casa y en ocasiones todos los días-.
      Salvador antes de conocer a Jenny vivió tres años con Silvia. Ella promovió que se conocieran. Los dejaba solos ante la menor oportunidad.
      Iban al cine, al teatro, a comer, siempre solos. Silvia tenía mucho trabajo, jornadas completas, luego comenzaron los viajes de negocios. Debió hacer uno con una comitiva importante, tardó seis años en volver. Nadie sabía dónde estaba y qué hacía.
      Se fueron a vivir juntos, en carpa y empezaron la construcción. Jenny llevaba y traía carretillas con cemento o leños y se reía de nada. Tal vez porque nunca pensó que todo sería tan diferente a lo de sus padres abandónicos y otras desgracias sucesivas. Apareció Silvia, le consiguió pasar del sector limpieza a secretaria suya. El trabajo se atrasaba pero las historias que contaban de sus vidas auspiciaban una amistad. Silvia entró en la propiedad en el día de San Juan, con una minicooper que clavó los frenos antes de los árboles. Jenny despertó esa mañana con sonidos de risas y agua. Miró por la ventana y allí estaban Salvador y Silvia, en el arroyo, arrojándose piedritas, ella traía una bikini inexistente. Jenny bajó furiosa y le pidió que se fuera para siempre.
      -¡Por favor! ¡No me eches ahora que se estrena mi película! Ustedes son los protagonistas, yo la directora. Van a ser famosos gracias a mí-.
      Hacía cinco años que Silvia los filmaba, sin ellos tener idea, cuando se bañaban desnudos en el arroyo, cuando Salvador protestaba por las comidas, cuando hacían el amor...
      Ahora ambos se unieron en una sola voz para echarla, la tiraron en lo más hondo del arroyo, caminaron bordeando el agua, vieron el cuerpo pasar y corrieron hasta el fin del arroyo, la arrastraba a su final, Silvia entraba a la tierra.
     Como era el día de San Juan, llevaron la minicooper al lugar más árido y le prendieron fuego a medianoche.

     -Silvia no sabía nadar- Cantaba Salvador con su guitarra –Silvia no sabía nadar- y terminaba en –Ni nada-. Jenny aplaudía como una niña.

martes, 1 de diciembre de 2015

SIN SEÑAL


      -Pedro ¿Vamos a probar la moto?-. Lo vio tan grande sobre su moto negra, con costados de ala de cisne, como los coches fúnebres antiguos, las gomas anchas, equivalentes a dos gomas de auto sumadas.
      Fredy era lo más parecido a un esqueleto. Indeciso con la propuesta de “probar la moto”. Los amigos cargaron sus mochilas sólo con sus mallas y los documentos personales y de la moto.
      Tomaron la ruta despacio, se daba que el viento les venía de atrás, tentaba ganarle y la velocidad aumentó. Parecía volar.
      Es literal, para esquivar pozos la moto se elevaba y caía al otro lado, donde la suspensión de la moto se hacía suave y placentera.
      Llegaron al mar. El viaje de sol en la espalda, cuatrocientos km, ameritaba tomar un buen baño de olas. No había nadie, un cartel torcido que decía “Lugar para acampar” y una caseta de madera, con un señor que dormitaba afuera, tras la puerta reinaba la oscuridad. Pedro, que tiene la voz más grave, le preguntó si podía dejar la moto allí, el tipo levantó la cabeza y lo miró con un ojo entornado
–Déjela donde quiera, nunca viene nadie y menos en este mes-. La moto quedó de pie mirando el horizonte, las mochilas a los costados y rompiendo olas y luego nadando hasta agotarse, decidieron volver, caminaron por la arena y estaba la caseta del viejo, sin el viejo, sin la moto, sin las mochilas. Fueron hasta un puesto policial que habían visto a la ida.
        Salió un comisario en musculosa y pantalón guerrillero. Tenía un olor a vino que no entendía el relato, sólo dijo –No hay señal y aunque haiga no la sé manejar-. Caminaron por la banquina, los pararon tres veces autos policiales, les relataron cómo les habían robado y los kilómetros que faltaban todavía.
      Uno del auto salió para decir que no había señal. El más gordo lamentó no ir en esa dirección y agregó –¡Qué hijo de puta el que les afanó!-.

      Cuando llegaron, sus pies estaban en carne muerta. Fredy lamentaba su parrilla plegable y el cacho de asado para comer, al lado del mar. 

sábado, 28 de noviembre de 2015

EL CRUCE


      Gertrudis no atendía el teléfono nunca. Tampoco llamaba a nadie. Los domingos iba a la feria, a mitad de camino se encontraba con su amiga Prudencia. Atravesaban retamas, se contaban teleteatros que alguna de ambas no veía. Hacían las compras de frutas y verduras en puestos diferentes. De regreso hablaban de la Señora tal, o el Señor tal y los Chicos de y los Niños de. Llegaban al cruce, donde cada una iba por su lado. La despedida eran dos besos a dos milímetros de las mejillas. Gertrudis se sintió liberada. Le daba alegría llegar a su casa sin nadie.
      Sentada en un banco de madera, soltaba los canastos de compra, las naranjas rodaban hasta debajo de la galería, las manzanas las seguían, lo demás quedaba fijo.
      Durmió sentada, con los brazos y la cabeza sobre la mesa, unas tres horas. Juntó todo a desgano. Sonó el teléfono en numerosas oportunidades. Gertrudis siguió mirando el teleteatro que empezaba y terminaba, era una vez por semana. Se cortó la luz y empezó a tronar, luego cayeron piedras y llovió tan furioso que Gertrudis murió de miedo.
      El día que Prudencia se puso imprudente fue hasta la casa de Gertrudis, hacía dos domingos que no la cruzaba. Golpeó y aplaudió, salieron dos perros tristes por la puerta. Entró y la pobre Gertrudis yacía ahí, definitiva.
      Prudencia pidió una ambulancia. Asistió al sepelio con sombrero negro y los canastos del mercado, para las compras pos-entierro. No le dio tristeza la muerte de Gertrudis, estaba enojada porque la dejó sola, con lo que detestaba caminar sola, pasar por el cruce sin nadie, hablar sola, volver sola sin ningún teleteatro para escuchar, el puro arrastrar del canasto, sentarse en un banco, dormir con la cabeza sobre los brazos en una mesa, escuchar las naranjas rodar y rodar. 

viernes, 27 de noviembre de 2015

AVENIDA CORONA DE CRISTO


      Recién llegada, una muela me daba frío, pregunté a una vecina –La mejor dentista de Tandil es la Dra. Ningunetti, antes pídase un turno de emergencia-. La muela me dolía y cuando la vi me dolió más, fue la compañera del secundario, la que más odiaba.
      Tan mala que recordé las firmas del pergamino. Yo le puse “conchuda, es una suerte no verte más” y la firmé. La muy hipócrita, con risa histérica leyó y puso cara de “no me olvido”.
      Toqué timbre, se abrió y apareció Ningunetti, me abrazó tan fuerte que fue el peor dolor de la muela. Ella contaba cosas de su maravilloso marido y de sus hijos tan perfectos. A mí me dolía la muela, un dolor dolorosísimo y la muy puta contando su vida. La corté –Por favor Ningunetti, sacame la muela o vomito todo el piso-. Un espejo el piso, hasta podía multiplicar el flemón de mi diente. Me senté en la butaca. Ella con sus taquitos prendía luces y preparaba el instrumental. Me miró como a una paciente cualquiera, me explicó que si no hacía una pequeña incisión, el diente no saldría. El diente! El diente! Puso inyecciones de anestesia en el propio lugar, la dejé seguir. Me quedé sola con la boca abierta. Con sus taquitos hablaba de lejos de la cantidad de viajes que hizo. Visitó el mundo entero. Los taquitos llegaron y Ningunetti, con ojos de arpía metió pico y pala. Me di cuenta cuando se me fue la anestesia, hizo un cráter en mi encía, me di cuenta que me cobró una cifra desproporcionada. Me di cuenta después de diez días en cama, con bolsa de hielo y calmantes que no calmaban.
      Ningunetti conchuda, fue perfecto. 

jueves, 19 de noviembre de 2015

EL FIN DEL FIN

      Cuando murió el marido ella vistió un luto que denotaba su inmenso dolor. Cada diez palabras se le piantaba un lagrimón. Todo el castillo y las tierras circundantes sumaron su fortuna a predios que su marido adquirió por monedas. Hubo un concurso de Reinas; ella que era vieja y fea realizó cirugías en su cara y cuerpo para asegurar aquel triunfo. Prometió el oro y el moro para distribuir con equidad en todos los latifundios. Su reinado fue el elegido. A los pocos días de nacido, apareció el demonio. Comenzó por la comida. Exigió pagos disparatados a los labriegos que terminaron por sembrar yuyos hasta en los inodoros. Se rodeó de gentes sin crepúsculos que le aconsejaron romper vínculos con otros imperios. Prohibió educar al soberano, suprimió atender a los enfermos y consideró innecesario pagar a los ancianos. Decía que eran seres próximos a la lira. Ella y ellos preferían dólares. Los gentiles adelgazaron como palitos, quedaron algunos gordos que se alimentaban de engrudo. Encargó a su hijo, tonto y adicto formar ejércitos de tontos y adictos para sostener aquellos disparates. Las personas de bien trabajaban y se afanaban. Terminaron afanando lo poco que quedaba. La Reina se dirigía a la plebe con discursos interminables y absurdos. Dejaron de escucharla. Fue tan odiada, sobre todo cuando prohibió la vaca y se terminó la leche, porque no le gustaba la nata. Así quedó el nombre de su reinado: “La mala leche”.
     
      El resto de los imperios decidieron quedarse con las tierras y condenaron a la Reina y sus secuaces al exilio en las Islas de Los Caimanes, que los devoraron de inmediato. 

domingo, 8 de noviembre de 2015

VOLÚMENES


      Le decían la gorda cuatro culos, bien merecido su apodo, vivía para llenar su estómago con cualquier cosa que se pudiera masticar y tragar. Su casa enorme de infinitas puertas y habitaciones promovió que la gorda instalara televisores hasta en el jardín. No necesitaba sillón alguno, sus enormes asentaderas le daban universos de cómodas posturas. Tenía ojos tristes la gorda, casi no salía a la calle, a pesar de estar perdida de amor por un pastelero vecino que le regalaba tortas bañadas en chocolate moldava, con envolturas de corazones de azúcar Hileret. El tipo era un tímido de aquellos, cuando vislumbró a la gorda limpiando con un plumero y cantando blues le fue a tocar timbre, ella lo atendió. Él con voz firme dijo –Yo te vengo bah...es decir, este...quiero invitarte a cantar en mi cumple, que es dentro de tres meses ¿podrás?-. Ella quedó muda de asombro, fue sólo un instante, universos de ideas le vinieron a la cabeza, pero contestó  
-¡Sííí! Con mucho gusto, para mí es una revelación que me hayas tenido en cuenta, allí estaré-. Él se despidió caminando hacia atrás, mientras la gorda hacía ruidos desmesurados con las ocho cerraduras de su puerta. Empezó un régimen de adelgazamiento vertiginoso. Se alimentó de algas, agua y teleteatros. Ella misma se miraba en el espejo y le daba risa parecer una radiografía.
      Encontró un cajón con ropa de su hermana fallecida por anorexia. Esa noche recibió la tarjeta con el día y la hora de la fiesta. Atendió el pastelero que no entendió nada, ella le explicó que ella era ella. –Ah! Es que yo pensé que eras otra. Perdoná que sea tan directo, pero a mí me encantaba tu antiguo volumen-.
       Ella le dio un beso de feliz cumple y le dijo –Ya mismo aumento el volumen, no doy más, también seré directa ¿Dónde está el morfi?-. Él no alcanzó a responder cuando la flaca se abalanzó sobre una larga mesa, donde había postres que se besaban entre sí, tartas, tortas, tortitas, toronjas en almíbar irlandés, sopas inglesas con islas de crotones cubiertos de rodajas alsacianas. Su ingesta abarcó hasta las miguitas en las solapas de los invitados, que asustados se pegaron a las paredes, ante el temor de ser deglutidos por la avidez imposible de la flaca, que llenaba sus mejillas redondas de comida que rumiaba. Llegó a regurgitar y por fin detener su angurria. El pastelero dio palmadas en la espalda de la flaca y ella en agradecimiento le pasó la lengua por el helado que pendía de los bigotes de su amigo. Hubo un impasse, dio respiro a la concurrencia. La flaca tomó una guitarra y una voz que parecía provenir del cielo partió el aire con un blues regado con lágrimas de los invitados y el anfitrión.
      Terminada la fiesta, él acompañó a su amiga hasta la puerta de la casa. La flaca había engordado cinco kilos en seis horas. Comenzaron a expandirse dos de sus cuatro culos. El pastelero sintió nostalgia de los dos que faltaban. Ella tranquilizó aquella mirada con una promesa –Pastelito de mi corazón-. Así lo nombró, Pastelito. –Te prometo que en una semana tendrás mis cuatro culos para hacer de ellos lo que más te guste-. Dijo que lo esperaba el fin de semana, se despidió con un beso de lengua acaramelada. Ese descaro provino del vino y de aquel amor tan postergado.

domingo, 1 de noviembre de 2015

SINGULAR


      No responde a los cánones de belleza tradicionales.
      Hay que mirarla sin la memoria de otras caras.
      Prendió un pucho, el humo se introdujo en su amplio orificio nasal, tenía uno sólo, parecía un tierno conejito
-Me encanta tu hocico, debe ser tibio ¿Puedo tocar?-. Ella tuvo un leve sobresalto –No, no, estoy fumando, dos cosas al mismo tiempo me desconcentran-. El asombro quiso respuesta 
–Vos no tenés que hacer otra cosa, yo toco tu hocico y me voy-. Encima miente, después le cuenta a sus amigos que conoció una mina de nariz rara y es capaz de traerlos para que miren.
      Él la piensa bella, tiene ojos rojizos con pupilas cegadoras, hay una boca grande de sonrisa perdida, un lunar en el mentón con forma de corazón. Sobresale y late. Un cuello generoso como un cisne navegando. Las palabras salieron a pesar de él –Me encantan las mujeres con tetas sin volumen-. Ella se miró el escote, le gustaba ser chata, era apropiado para las correcaminatas y abolir el corpiño que impide respirar el prana matutino.
      La cintura no excedía el perímetro de un anillo. Sentada en una piedra, escribía, sus piernas largas daban tres vueltas y los pies asomaban de un trasero levitante. La birome se le escurría de la mano en cada oración, él la alcanzaba y ella sin decir gracias seguía escribiendo. Le resultó imposible dejar sus ojos en otro lugar que no fuera ella, le pidió permiso para leer -¿Para qué? Escribo mal. Invadiste mi privacidad y ni sé por dónde voy. Me molestaron tus elogios acerca de mi físico anormal-.

      Ella sabe leer los pensamientos ajenos. Él la hizo sentir tonta, ni siquiera admiró la audacia de salir al paisaje con su fealdad expuesta, ni admirar su inteligencia de mentira. Ni, ni, ni cuenta se dio que él le besó las manos, los ojos, la boca, la envolvió en sus brazos, junto con el cuaderno y la birome. Se la llevó a la casa. Cerca del dique, lejos de todo.

miércoles, 28 de octubre de 2015

PROVIDENCIAL

      Llama para pedir guita, trabaja once horas por día. Es bobvio que no tengo un mango, porque soy bobobvio. Los impuestos que pago me asfixian y mi respuesta es que no doy más, dejo de pagar todo y que se vayan todos a la reputa madre que los remilreparió.
      Mi hijo tendrá lo necesario, no voy a robar, es un estilo abyecto. Pero me puedo anotar como recolector de basura, piden gente, te llaman gente pero te tratan como animales. Mi hijo va a disfrutar su juventud porque es un derecho inalienable y yo sé que todavía puedo. Soy fuerte y sano.
      Si viene de visita, un amigo me presta la casa, no quiero que sepa donde estoy, da miedo.
      Mandó una encomienda con 20.000 pesos, zapatillas, una remera y una campera.
      Dice que su situación se revirtió, un amigo, de un amigo, de un amigo le consiguió un trabajo de gobierno. Casi vomito, si esta mafia es un gobierno, no quiero que él viva de eso, me dio bronca, venían las elecciones, le rogué que votara gente honesta, no verle más la jeta a estos ladrones asesinos impunes.

      Hoy llamó –Papá, largué el laburo, ¿Sabés que me di cuenta que tengo moral? Vuelvo a Tandil, vamos a recuperar nuestras dos parcelas. Llevo tres amigos, uno es veterinario, otro es ingeniero agrónomo y el tercero pone la maquinaria-. No me dejó hablar, como siempre. Igual le pregunté de donde sacaríamos el efectivo para sus socios. Hubo una pausa y contestó –Es como decía mamá “Divide y reinarás”-. Le dije que los esperaba en el campo. Cortó y lloré como un maricón.

lunes, 26 de octubre de 2015

CAMILO

El colectivo, lo tomo en la puerta de mi casa y me deja en el café. Siempre iba con chomba, pantalón y zapatos. 
Un día decidí ir en pantuflas, tenía los pies hinchados y era todo tan inmediato, que nadie diría nada. Otro día, quise ir con mi pantalón piyama y pantuflas, pero seguí conservando mi chomba.
Finalmente, encontré el atuendo más cómodo, para mi café de la mañana, un buen piyama, una bata de pirineo, último regalo de mi abuela. Nadie dijo nada, luego recordé que nunca dicen nada.
El café tiene doce cubitos de azúcar, que sumerjo de a uno, como un orfebre. Lo único desagradable, es que el café desborda la taza, el plato, la mesa y finalmente aterriza en mi bata de pirineo. No me importa, con la cucharita, tomo jugo de azúcar con café. Soy feliz. El médico me dijo que me voy a morir, yo le dije que él también.

viernes, 16 de octubre de 2015

CADA UNO CON SU CARAMELO


      De espaldas en la barra, tomando una ginebra, tenía un codo apoyado y otro levantado, la espalda formaba una diagonal entre los hombros. Zapatillas gastadas, una enganchada en el soporte del banco y la otra desmayada en el piso. Uno sentado bocetaba al hombre de espaldas.
      Es costumbre de la terminal, el micro esperado a las 20 horas, llega 21 o 21.30, según si pinchó goma, pisó la banquina o el conductor casi se queda dormido y el que lo reemplaza lo advierte y cambia de volante, más lento, seguro que más viejo. Sin apuro, le quedan doce horas más de trabajo en otras rutas que conoce de memoria. Los viajeros duermen, algunos con los cables en las orejas olvidan el mundo. Otros no pueden dormir porque un niño llora sin consuelo y pasan las horas, envidian a los de cables orejeros y les gustaría encontrar cinta de embalar para tapar la boca del niño chillonero.
      Llega a horario el micro del sentado que boceta, le falta un montón al dibujo, deja que el micro se vaya, por nada del mundo perdería ese modelo perfecto del hombre de la barra que pide –Pibe, servime otra-. Y el pibe, con ojeras negras, hace once horas que llena copas, copitas y agua mineral. El pibe piensa que no hay un mango y no se equivoca. Le sirve otra y le dice con voz neutra –Señor mire que no terminó la otra-. El hombre de espaldas contesta filoso –Hacé la tuya  pibe, de mí me ocupo yo-. Toma las dos ginebras hasta el fondo, se le desliza el codo en la barra y sueña. La boina azul con mareo le cubre el cuello.

      El dibujante se entusiasma y anima su trabajo con el hombre dormido. El pibe de ojeras se acerca al sentado y le dice –Está buenísimo, la verdá, lo felicito-.

viernes, 9 de octubre de 2015

SI QUERÉS LLEGAR RÁPIDO, VIAJÁ SOLA


      Si el ánimo es un estado, soy un estado de sitio paralítico, paranormal, para nada. Me derrumbo después de las dos de la noche y me levanto siete y treinta.
      Tomo los valium vencidos que eran de mi vieja. No voy más a terapia, porque no hablo, el terapeuta tampoco.
       Salgo reptando y sin ganas de pagar por un silencio molesto, donde el tipo durmió todo el tiempo y yo miraba el techo. Cada uno tiene la edad que se merece, me siento de ciento veinte. Hoy vino Sara, la señora de la limpieza y preguntó -¿Por dónde empiezo señora?-. Le pedí que me bañara, puso una silla en la bañadera y me lavó la cabeza pura grasa y el cuerpo con una esponja exfoliante. Es buena Sara, trabaja en el geriátrico de la esquina y viene unas horas por semana. Me secó con tohallas del lugar donde trabaja. Las de casa estaban negras, con olor a humedad añosa. Sara las tiró a la basura y robó dos juegos del geriátrico.
      Se cansó de tocar timbre y que no la atienda, opté por darle las llaves. La santa me hizo un juego nuevo, por si se me ocurría salir, su mantra es “uno nunca sabe”. Tiene un marido, es cerrajero y no quiso dinero, Sara dijo que me aprecia mucho.
      Hoy vino mi madre a dejarme plata, no dejó consejos y se lo agradecí. Por la tarde apareció mi hija llorando miseria, le di lo que mamá me dejó. Antes de irse resopló   
-Qué quilombo es esta casa, alguna vez podrías limpiar algo, o Sara es una inútil. Besito, besito, no te enojes conmigo-. Los besitos fueron hablados y el no te enojes es su permiso para volver a pedir guita, cuando necesite.
      Mamá sabe el yo te doy y vos le das a ella. Me regaló un sommier, sábanas y un acolchado. Almohada no, jamás usé ese adminículo levantacabeza. Tengo un gato que se llama Prudencio. No jode para nada, porque lo tengo tatuado en el brazo.
      Anoche festejé mi último cumpleaños, tomé todas las pastillas que encontré y estoy segura que voy a dormir para siempre.

      Pobre Sara, cuando venga mañana y me encuentre muerta. No dejé carta tipo “Sr. Juez”. Detesto escribir. Todos sabrán que fue un suicidio convencido. 

jueves, 8 de octubre de 2015

TANDIL POZO DE PIEDRA


      Le llamaban calles a cielo abierto, daba risa, dos cuadritas para caminar por el medio de la calle y de vereda a vereda, sólo los domingos. El resto de la semana circulaban autos, estaba prohibido el uso de caminar por el medio, era sólo para el tránsito vehicular, con sus escapes equivalentes a fumar dos atados de puchos. A mí me gusta tomar café en una especie de tablado que forma parte del bar y ahí sí se podía fumar y leer Clarín, evitando su compra. Los parroquianos se mataban por ese diario en particular. Había sólo tres o cuatro, que siempre estaban ocupados. Un señor gentil y solitario cuando notaba mi desesperación por encontrar un ejemplar, dejaba su lectura y me lo ofrecía. Todo un gesto para estos tiempos de cagarse en el prójimo. A su mesa se acercaban un señor de flequillo canoso y un empleado de banco, vestido de guerrillero, éste último era un loco mezcla de tributo a elementos de mandato que se contradecía con un humor entre cínico y cómico.
      El señor gentil faltó unos días y el de flequillito me anotició que el señor había chocado y sus piernas quedaron destrozadas, llegó el miliciano cínico y aseveró la noticia.
      Ninguno de ambos sabía dónde estaba internado ni el estado de gravedad del señor gentil. Me quitó el sueño, en ese tablado nos conocíamos y había días prósperos en que se hacían coros de puteadas a este gobierno ladrón compulsivo. En general sucedía con poca frecuencia, los bípedos preferían el tema “la pelotita”, ardían de entusiasmo por cualquier cosa redonda, fútbol, tenis, rugby, pelota paleta, bolita.

      Transcurrieron tres días y regresando de bancos y escritorios, venía el cafecito. Encontré al Sr. gentil sentado sólo y enterito. Llenó de alegría el día gris, le di un beso de bienvenida y desconcierto. El Sr. No había sufrido ninguno de los dichos de sus compañeros de mesa. Me salí del cuadro tandilino de vaca en manga y le dije que tenía dos amigos de mesa que eran dos hijos de puta. El Sr, gentil se reía y me daba la razón, mientras me entregaba “Clarín”. Cuando los vi llegar, tomar asiento, me dieron la imagen exacta de las épocas decadentes, sacar afuera lo peor del ser humano. Me incluyo, las mesas son tan contiguas que cualquiera puede tropezar y vaciar la taza del milico luser sobre su camisa, sus manos y su cigarro castrista y porqué no el agregado de mis borcegos pateando la silla del flequillito, cayendo de espaldas sobre un ñoqui del Ansés. Por un momento pensé en mi dios personal y me recé silbando hasta el auto, tenía una multa que tiré a la mierda. Sentí que era alta, soberbia, divina, como una platense cojonuda militante de los 70.

miércoles, 7 de octubre de 2015

EMPORIOS


       Cuando se conocieron pensaban diferente, Chaves decía que era pariente directo de Gath & Chaves, hubo un malentendido familiar y Gath se cortó solo.
       Era un negocio de varios pisos y vendían rubros diferentes en cada piso. Abarcaban desde diseños de indumentaria hasta tornillos. – Mis padres se hicieron tan ricos que si adquirían cualquier cosa ni preguntaban el precio. Fue un gran ejemplo en mi vida, no hay nada que me interese más que el dinero-. Le dio piedad, pero no sabía si era mitómano o soñador, hay gente que sueña en dólares y vive en una habitación con un anafe y un colchón. Casi todas las noches, o trasnoches, le tiraba piedritas a su ventana. Pérez le abría y lo veía con un aura tal de soledad que finalizaban en una charla con invitación a dormir. La noche de navidad del 63 Chaves le rogó que la pasaran juntos en un reducto de la vieja tienda. Gath la estaba  demoliendo, quedaba libre un tercer subsuelo donde no se  escuchaban cuetes ni fuegos artificiales.
      Los dos tenían en común detestar las navidades, los arbolitos, las luces de colores, el pan dulce y las bebidas. Pérez quedó asombrado con el lugar, sus dimensiones, mobiliario de los 50, teléfono blanco incluído (sin cable) y una lámpara con pantalla de tules oblicuos y flecos. Su amigo no mentía, allí la navidad no existía.
      Era hermético, una ex caja fuerte que la destrucción del edificio nunca encontró. Chaves preguntó solícito-¿Querés tomar algo?- Su amigo respondió –Para mí con un café y dos galletitas Express, estaría bien, si pudieras correr las cortinas sería perfecto-. Chaves le explicó que las cortinas eran virtuales, al igual que las ventanas dibujadas. –Pensá que es el único modo del aislamiento total-.
      Pérez sintió claustrofobia, sugirió un ventilador. De inmediato Chaves prendió un ventilador General Electric que giraba si-no-.
      Tomaban el café y mojaban las Express con el dedito meñique levantado, para parecer más finos.
     -¿Chaves, vos notás que el ventilador traslada aire, pero no renueva el oxígeno?-.
     -De eso se trata, Pérez, es un regalo de no navidad que te hago. Basta de cumplir horarios, de trabajar, de pagar impuestos, de casarse con novias, futuras histèricas, basta de cumplir años-.
      A esa altura de los acontecimientos, entrevió los ojos diabólicos de Chaves y entendió que uno no termina nunca de conocer a las personas. No supo si se desmayó o se durmió.
      Agradeció a dios, aunque él no era creyente, el sonido de la máquina amarilla que incrustó un diente en un ojo de Chaves y abrió la caja fuerte.

      Vió el cielo, se atragantó de aire puro, mientras Chaves preguntaba si no le podía ayudar a encontrar su ojo.

lunes, 5 de octubre de 2015

CANDELAS

No la conocí cuando escuché su voz ronca, que me nombró con un -¿Cómo estás negra? ¿Sabés quien soy?-. Miré sus ojos, las pecas y esa sonrisa todo el tiempo, nunca entendí cómo no le dolían las comisuras. La construyeron así, con una sonrisa, nunca estaba seria, ni hablando lo más terrible ocultaba la amabilidad de sus dientes. Había algo diferente en su cara, le faltaba la fuerza de su nariz judía. Se la hizo cortar y quedó como Aquiles sin talón. -¿Porqué hiciste eso, Fermina? ¿Quisiste anular tu identidad?-. Recordé que era bajita, pero sus plataformas modificaron su postura. Se casó con un goy, por eso la familia la discriminó, él no la defendió, se divorció. Su capacidad e inteligencia hizo que se recibiera en tiempo record de médica, su compañero actual vivía en Jerusalén. Los dos pertenecían a Médicos Sin Fronteras, ella era especialista en reconstrucción de tejidos y el compañero cirujano de lo que fuese. Trabajaban haciendo lo que los hombres deshacían. –Vivimos muy cerca de Palestina. No se puede tener descanso. Adoptamos tres críos con dificultades motrices, es obvio que viven en un kibutz. Tiempo, nos falta tiempo. Pero los vemos y a veces dormimos dos o tres días con ellos, son tan buenos, comprenden todo. Si los vieras, no tengo fotos, por precaución, creo que sos la primer persona que conoce la historia de estos años-. Habla Fermina, la dejo, se lo merece y más y todo. – Tenía un poco arruinado el mate, mi compañero sugirió que viniera un mes a mi tierra, ver mi familia, la única amiga, que sos vos y hace dos horas que estamos juntas. 
– Estoy en una ONG de Formosa, pero no tengo tu capacidad laboral, además acá viste cómo es, en vez de abrir puertas, cierran, tapan y ningún puto gobernante ayuda-. 
Se quedó a dormir Fermina, al tercer día empezaron mensajes extraños al teléfono, a los celulares, la maldita compu hackeada, la pura amenaza en argentino, idish, alemán y yanquis (los que más jodían).
      Cuando paseábamos por lugares diferentes notamos que nos seguían, algún auto, algún tipo disfrazado de deportista.

      Nos despedimos, las dos sabíamos que el triunfo de la identidad sobre la fuerza, produciría otro encuentro en un año o en cinco.

domingo, 4 de octubre de 2015

EMPRENDIMIENTOS INMOBILIARIOS


      Dormían plácidos, eran las once de la mañana, no se levantarían antes del mediodía. El sueño del domingo era la venganza de la semana del trabajo madrugador y cotidiano. Interrumpió el descanso un timbre, dos, tres, la vecina que tocaba el portero eléctrico con voz angustiada les pidió que bajaran de inmediato, algo terrible sucedía y se avecinaba algo peor. Él con sueño preguntó si había tiempo de vestirse, los dos estaban desnudos. –No, no hay tiempo, bajen por las escaleras, tomar el ascensor es un peligro-. Ellos tenían un año de casados y les preocupaba que lo otros advirtieran su pobreza, vivían en un departamento heredado, lujoso y austero.
      Ella misma cosía sus vestidos y los vaqueros de su marido con la marquilla incluida, en un costado, parecían recién comprados. Los sweters también los tejía la esposa, con diseños singulares que despertaban curiosidad -¿Dónde compraste esa belleza?-. Y ella contestaba sin darle importancia, -Creo que fue mi madre, lo trajo de EE UU o de algún viaje de esos que hacen ellos...-.
      El único gasto suntuario que hacían era zapatos y zapatillas. Su religión era la apariencia.
      Notaron que los cuadros se torcían y los caireles de una araña cliqueaban. Ella se cubrió con una bata hecha andrajos que perteneció a su madre y él, la musculosa con agujeros y una zunga fucsia, recuerdo de su luna de miel en Las Toninas.
      Abajo esperaban los vecinos que dejaron de temblar ante la parejita absurda. Una señora generosa dijo –Qué cosa a los jóvenes cualquier cosa les queda bien-.
      Comenzó un nuevo temblor, el edificio se derrumbó sobre sí mismo. Pasado el estupor que pone a la gente más estúpida de lo que ya es, tomaron conciencia que nadie avisó al portero y la portera del edificio.

      La única vecina religiosa practicante atenuó la culpa colectiva diciendo que él se acostaba borracho y ella, los domingos, tomaba cuatro tiras de rivotriles, para soportar los golpes que se daban mutuamente.

viernes, 2 de octubre de 2015

SIETE TORRECITAS


      Mi tía abuela Ema jamás pudo olvidar que pisé con bosta el extremo volante de su sayo verde malva. Cada visita que hacíamos miraba en el espejo de sus ojos aquella mancha imperdonable.
      Adoraba los caballos, montaba con su sayo verde al viento, se pensaba los cuatro jinetes del Apocalipsis en una sola persona, ella misma.
      Le gustaba la longevidad de toda su familia y sentía orgullo de la suya. Siempre estaba a punto de morir, pero no sucedía. Sus seres queridos lloraron tantas veces sus falsas agonías que cuando dios por fin se acordó de llevarla, a nadie le cayó una gota de los ojos. Sólo uno de sus sobrinos preferidos rompió todos los muebles de la cocina, cuidando que fueran los de fórmica. Raro su dolor y extraño el testamento.
      El piso de Buenos Aires, Chacabuco 584 quedó para mi tío, la casa de Chascomús, Quintana 78 también fue  heredada por mi tío. Las seis mil hectáreas del campo se dividieron entre papá y mi tío.
      Yo amaba sus piedras color cielo y mar, esas quedaron en los bolsillos de vaya a saber quién, el día del velatorio.
A mí me dejó su sayo verde malva con la mancha color verde bosta en el extremo.
      Quedó la casa de Montevideo, que donó a la iglesia para ganarse el cielo. Durante unas vacaciones acompañé a mi abuela a ver la casa de las siete torrecitas.
      Ella era una santa que acompañó a su hermana vanidosa hasta su muerte. Tembló de espanto al ver transformada la casa de su infancia en un prostíbulo VIP que los curas vendieron a un empresario ignoto.
      Mi abuela no tenía consuelo, la abracé fuerte.

      Advertí que aquella mujer permanecía en mi memoria, como la más alta de la familia. En mis brazos era bajita como una niña con frío. La invité a comer el típico chivito uruguayo. Estaba tan contenta que luego del vino confesó que su hermana Ema tenía maldad pos mortem, confundir un cura con una puta, era un colmo y le pareció perfecto que yo pisara su sayo verde malva con bosta de su propio caballo. Fuimos caminando de la mano hasta llegar al río. 
Nos metimos vestidas para que se nos fuera el jet-wine que tuvimos ambas.

miércoles, 30 de septiembre de 2015

EL GRITO II

Miraba el techo desde una cama de hospital oxidada, no tenía sábanas, sólo un colchón con algunos resortes que en ocasiones lastimaban sus pies. Alguna enfermera piadosa le cortaba el pelo. Se adivinaba que era una mujer o tal vez un hombre. Los vidrios rotos le daban frío en invierno, no tenía noción del tiempo, ignoraba si el médico venía cada quince días o cada dos meses. -¿Cómo andamos Estelita? ¿Mejor? Más o menos ¿Peor?-. Ella embutía su cara en el colchón, lo detestaba. Era un psiquiatra que tenía cara de loco, por convivir con tanto piojoso olvidado por su familia. 
En las otras camas no quedaba nadie.
 La enfermera aparecía con un caldo sucio y la medicación, ni la miraba, metía las pastillas en los agujeros del colchón. Pensaba dibujos con las manchas de la humedad de las paredes. La visitaron por vez primera dos tías viejas vestidas de negro. Le dieron miedo, sus miradas inquisidoras hacían pensar en una muerte cercana. Las dos se sentaron y preguntaban algo acerca de un escribano o papel higiénico o papeles. Se levantó en camisón y corrió pasillos, atravesó patios y saltó las verjas dobladas por sus antiguos compañeros. Estela, flaca como palo de escoba, ganó la calle, escuchó el silbato del tren y lamentó no poder contestarle. Su garganta no le permitía otra cosa que llenarse de vidrios rotos que le cortaron la voz. Descubrió casas y pensó casa, casita, rancho, palacio. Escuchó voces de sus tías octogenarias, venían lejos pero la seguían. Papá palacio, rancho abuelo. Le dolió el pecho, otras voces dieron el consentimiento, firmó mamá, firmó papá. Tienes lápiz lapicera ¿tienes alguien que te quiera? Dos cuervos negros casi la tocan. 
El atardecer amarillo, el rayo verde.

      A Estela se le partió la cabeza, pensó unirla. Fue repentino, abrió la boca. No vio el precipicio, gritó ancho, largo, alto, fuerte, hondo.

martes, 29 de septiembre de 2015

EL GRITO


      Caminaba no sabía bien por dónde. Tenía la camisa con botones arrancados hasta la cintura, Raquel lo había echado de la casa, con gritos feroces y reproches mendaces. Los chicos dormían, eran cotidianas las noches así, ellos tomaban las repuestas murmuradas de Saulo y los últimos acordes de la guitarra, antes de pegar los párpados. –Esto es definitivo-, explicaba Pino, el hermano grande apretaba la guitarra que su padre le regaló a los doce. –Vos no tocás ni la mitad de papi, pero esta noche sí, por favor, esta noche sí ¿lo vamos a ver algún día?, mentime que sí, mentime, soy tonto, ya sé, pero lo necesito.
        Dos amigos lo seguían de lejos, estaban asustados, Saulo corría y se detenía, eran tan inciertos sus pasos.
-¿A vos te parece borracho?-. Fermín le contestó entre seguro e indignado –Jamás tomó una gota, es abstemio, Raquel es la culpable, nunca quiso que tocara cuando lo echaron del antro donde deslizaba su música, seguía en su casa, los chicos lo escuchaban extasiados. -¿Sabés lo que hizo la perra? Le cortó las cuerdas, lo saturó de improperios, por no tener dinero-. Era cierto, Saulo jamás tuvo un céntimo, llegó a Barcelona y fue admirado, aplaudido y premiado.
      Distribuía lo que ganaba entre amigos músicos que vivían en condiciones infrahumanas. También le mandaba a Raquel. Él apenas comía, sus amigos le hacían un lugar para dormir gratis. Saulo agradecía con partituras de regalo. Mandó construir una casa en Buenos Aires para su mujer y sus hijos.
      Barcelona no le parecía un lugar sano donde la familia lo tomara como lugar de pertenencia. Regresó sin plata, sólo una guitarra para Pino que amaba la música.
      Las últimas palabras de Raquel fueron –Ya que te inspira el cielo, por considerar la tierra un lugar inhóspito, andate y no vuelvas, que no se hable más-.
      Por suerte Saulo tenía la virtud de comprender la música como una casa donde el sonido viaja.

      Tranquilizó su caminata. Los amigos se mantuvieron lejos, con los ojos atentos. Sobrevino una paz que Saulo esparcía, la baranda del puente sobre el arroyo Kakamadera, los edificios tapando la pobreza, abrió su boca enorme para emitir el sonido del mundo derruído, se tomó la cabeza y quiso gritar aquel grito que nunca fue. 

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Y LA LUZ SE HIZO


      No sabía si fue su relación más amada. El tiempo trajo otras con ángulos encantadores, diferentes, amables u odiosos. No es fácil recordar lo sucedido treinta o cuarenta años atrás, son madejas que se enredan, los sueños colaboran con los nudos, auxilian pero no desentrañan.
      Hace tres días ella mandó un mail proponiendo un encuentro en un bar de Buenos Aires, tan derruido como sus antiguas miradas diarias bajo distintas luces, en mesas separadas. Él jugaba al ajedrez, ella leía. Cruzaban sus ojos cada día con más intensidad, pero siempre esquivos, había puentes difíciles de cruzar. Cuando ella se levantaba él entornaba el mirar en sus caderas, con más fuego que vergüenza y ella sentía su calor incrustado, hasta el amanecer. Había días opuestos, él escuchaba arpegios de ojos húmedos y guardaba sus ganas por miedo a perder esos cables inexistentes, que los dos disfrutaban en lejanos silencios de algún día.
      Él no pudo ocultar el desafío, la vejez de ella inundada de pliegues desconocidos, ojos opacos, pelo blanco, cuerpo enjuto, andar cansino.
      Un beso que apenas rozó sus mejillas. Ella no ocultaba, aceptaba. Tenía un hablar joven, preguntas oportunas, reflexiones esperanzadas y confesiones, tributos a lo vivido de una memoria repartida entre corazón y cuerpo.
      Un cuello blanco prístino y antiguo bailaba en su garganta, donde él reposó sus ojos, tomó cuenta de lo que sabía sin saber.
      Ella fue la más amada, lamentó aquel olvido.

      Olas altas y oscuras cubrieron el nudo de luz que le tomó las manos con la dulzura de aquel amor furtivo.

LAS PALABRAS

      Hace quince años andaba sola por el monte, no tenía miedo de las culebras, las arañuelas ni del misterio del rancho lejano, levitando sobre una alfombra de pastos dormidos.
      Cuando se inundaron las tres parcelas donde vivíamos, mis hermanos y mis padres guardaban la esperanza que las aguas bajaran. La lluvia no cesó durante seis meses, estábamos verdes de tomar mate el día entero, un modo de combatir la angustia, junto a las comidas ingeniosas de mi madre. Las provisiones disminuían.
      Pucheros, sopas, carne, leche, debido al corte eléctrico definitivo, la heladera no prolongaba las comidas, que con todo dolor, debíamos tirar a los chanchos apostados en la galería.
      Los vientos, suaves hasta aquel momento, soplaron vertiginosos. El agua llegó al piso de la cocina, mis hermanos construyeron botes con los postigones de las ventanas. Remamos todos con varillas de alambrado y llegamos al asfalto. Pensé que debíamos pasar por el rancho misterioso. Mi hermano, el más grande le dijo a mi padre “Siempre que llovió paró”. Mi viejo contestó “Callate boludo”.
      No era momento sugerir lo del rancho y mi deseo. Un señor muy gaucho, vestido de gaucho, nos llevó hasta el pueblo. Trabó con mis padres una amistad cálida y duradera.
      Comencé mis estudios en el pueblo y luego de quince años volví a las tres parcelas. Mi hermano menor corrió para saludarme con un abrazazo que sólo un hermano puede dar. Mi otro hermano, el de “Siempre que llovió paró”, casi me parte. Eran dos tipazos, mis loquitos queridos.
       Al atardecer salí al monte, llena de miedo. Había más árboles que antes, muchos. Lo dispuso mi padre, decía que sin árboles en diez años íbamos a respirar mierda.
      Logré divisar el rancho aquel, seguía levitando. Caminé en esa dirección. Llegué muerta de frío. En la puerta, sentado en su silla desvencijada, un viejito de pelo largo, como flecos glisados, tomaba mate mirando el aire.
      “¡Buenas y santas! Me llamo Pepa y vengo a saludarlo de cerca, siempre lo vi de lejos...” “Sea bienvenida hija, lo de buenas se lo acecto, pero lo de santas me cae mal. Mire lo que son las cosas, yo siempre vi de lejos a todos los cristianos, pero verlos de cerca, ni se me ha cruzao por la cabeza.” Y el anciano me trajo un banquito y un poncho. “Cae el sereno mija, pongasé ésto y tomemo unos mates calientito.” Le agradecí y nos quedamos los dos, mirando el aire.

      Aprendí algo del anciano inefable, las palabras ensucian el aire, lo pasamos fenómeno tomando mate sin hablar.

domingo, 6 de septiembre de 2015

PERDONAME QUE TE PERDONE

Tenía algo de fiebre y bronquitis. Caminé hasta la única casa de videos del pueblo, los pasillos angostos y los cientos de películas que llegaban al techo, clase Z.
       Algo humanista, o cine de autor, era una misión que llevaba tiempo. Había un anexo de juguetes y llaveros de superhéroes. Una casi adolescente buscaba videos y daba golpes con su bolso sobre mi espalda o mis brazos. No era intencional, pero sí molesto.
      Encontré por fin dos películas, una rusa de Nikita Mijailkov, se llama “Doce” y otra “La elegancia del erizo” francesa, imperdonable, no recuerdo su directora, creo que era mujer.
      Por fin llegué a la caja, la casi adolescente buscaba con avidez llaveros con la imagen de “Linterna verde”, “Aquaman”, “El hombre elástico” y “Spiderman” –Me gustan todos no sé con cual quedarme, mostrame ése.- Le pedía al chico de la caja. –O mejor ese otro ¿puede ser el que está debajo de todo?, te la hago corta, me llevo todos, son mis superhéroes de cuando era chica-. El cajero quitaba los precios con uñas ausentes. Harta, le sugerí dejarle los precios, para que sus amigos advirtieran cuánto había gastado.
-No ¿porqué? Son todos para mí. Los quiero en bolsitas de regalo, me encanta sorprenderme con obsequios para mí misma-. Casi olvidó la peli que alquilaba, “Hierro III” una obra maestra japonesa. Me miró y dijo que era la tercera vez que la veía y siempre le encontraba algo nuevo. Pagó, se disculpó por el atropello.
 -¿Sabés lo que me sucede? Soy una niña de corazón y una vieja de la cabeza-. Salió del negocio. La casi adolescente se llevó el calor.
      Me bajó la fiebre y me levantó el deseo de vivir. 

domingo, 23 de agosto de 2015

CARLONCHO, 7 Y 53


      El dueño del bar lo tuvo de cliente consumidor de Ferroquina Bislery, Ginebra Llave y limón. Pasaba horas mirando la barra de punta a punta. Imaginaba la vida de  cada uno de los asistentes.
Le remataron la casa. Decidió como lugar definitivo el bar, cuando cerraban, el dueño ponía cartones superpuestos para comodidad del excliente. Una mañana fría y húmeda amaneció con un enorme perro acostado a su lado. Le puso Carloncho, de nombre. De día, sentados en el umbral del bar, tomaban sol con ojos entornados. Las gentes saludaban a los dos, llegaron a formar parte del paisaje urbano.
      El día que el bar cambió de dueño, el nuevo instaló en el lugar un cartel inmenso, que decía “Carloncho coffee”, coincidió con la muerte del hombre de la esquina, el amigo del perro que aulló durante varios días la desaparición de su dueño. A la semana, un chico de unos doce años, durmió una noche de lluvia con Carloncho, un indigente que ponía su sombrero boca arriba, para quien le arrojara monedas, le apoyó dos piedras en las alas del sombrero por si el viento y por las gentes que lo pateaban, sin querer. Una noche de tormenta, el niño se llenó de fiebre y le salía sangre de la boca. Fue llevado al hospital, el perro seguía la ambulancia y esperó en la escalinata. No se pudo hacer nada, la tuberculosis fue su vehículo al cielo, Carloncho vio cómo salían los médicos que atendieron a su joven amigo. Uno de ellos le dio la noticia, era un médico políglota, que hablaba el lenguaje de los perros. Carloncho volvió solo y desdichado a su esquina, los mozos lo convidaron con leche y un latón con tres sánguches de miga. Él aceptó que le acaricien la cabeza, por educación, pero no comió durante una semana, dormía abrazado al sombrero. “¿Y las piedras?” Vaya uno a saber lo que hace un perro con dos piedras.
      Carloncho tomó la diagonal como perro huérfano, flaco como un hilo.
      Cuando vio la tumba de su último amigo, se tiró largo a largo sobre la tierra. No sin antes depositar el sombrero, las dos piedras y rezar un perronuestro y dos perromarías.
      Al volver a su casa, el mozo de la esquina le puso un collar de “Yo, tengo dueño”.

      Llegó la hora del final de la jornada. El mozo lo invitó a vivir en su casa. Carloncho, por educación, dijo gracias, pero no se quedó, se fue a su casa y pensó que tener amigos muertos tan pronto, era demasiado sufrimiento. Esa noche durmió solo, soñó con los dos, el viejo y el niño. Lo seguían por jardines de árboles donde sombreros y piedras lo hacían tropezar a cada rato.

jueves, 6 de agosto de 2015

CASI HERMANAS

      Charo fue la primera persona que conocí cuando entré a la facultad. La recuerdo en la puerta del taller, con un vestido azul marino del tono de sus ojos y un collar de piedras turquesas, mínimas, que se enrollaban en un pelo largo color trigo. Nos hicimos amigas entrañables.
      Era plena época de vaqueros, zapatillas sucias, amor y paz. Casarse se consideraba una claudicación imperdonable.
      Tuvimos un ayudante antipático que moría por Charo y siguió muriendo hasta que nos recibimos. Se notaba una mirada derrotada cuando ella lo saludó por última vez. Me dio piedad el pobre tipo y la alenté para que le diera bolilla. Sonreía con un dejo perverso cuando descubría que el tipo desfallecía ante su cuerpo exultante.
      Mientras yo noviaba a diestra y siniestra, Charo no quería saber nada con nadie. Nunca entendí su carencia de libido, que contrastaba con una seducción permanente hacia todos sus potenciales candidatos.
       Seguimos nuestra amistad ancha y lujosa, como ella decía. Durante la dictadura militar nuestros respectivos padres, con muy buen tino, nos expatriaron. Charo vivía en Italia y yo en Venezuela. Mientras desaparecían amigos, profesores, parientes, nos escribíamos cartas dueladas de lágrimas y odio. Treinta mil, grabados para siempre en la memoria colectiva, claro, cuando había memoria y colectivos.
      Ninguna de nosotras quiso retornar a Argentina, más aun cuando el punto final, obediencia debida que mandaron a un inmenso pozo de olvido. Nos encontramos en Brasil. En el aeropuerto, durante la espera, el corazón me latía tan fuerte que la gente se preguntaba de dónde venía ese sonido.
      Yo estaba con mi compañero de toda la vida que trataba de contener mi ansiedad ansiosa.

       No cesó hasta que la vi, Charo con alguien que la llevaba del hombro: el ayudante antipático que moría por Charo.

domingo, 2 de agosto de 2015

CONTALE, CONTALE

      Entró a la sala de espera. Los lunes son días nefastos para los psicoanalistas. Cada paciente cuenta sus miserias y a la hora de pagar, sus miserias lloran mostrando billeteras vacías.
      Se repatingó en un sillón. Apareció una vieja operada o una joven gastada. Dijo buenas tardes y eligió la silla más incómoda que encontró, tenía golpes notables en la cara y una ceja partida al medio con sutura de hospital. En las salas de espera de los psi no se entablan conversaciones. Es correcto que así sea, para charlar hay bares, plazas. Sin querer y de aburrido preguntó a la mujer, cómo fue el accidente. Ella con voz cansina respondió que era un tema para hablar con su analista.
       Mi querida señora, hace veinticinco años que vengo, esto va para largo, no debemos exasperarnos, cuénteme nomás, la escucho. Todos empiezan igual, se lo garantizo yo que pasé por cinco analistas en un cuarto de siglo. La puedo ayudar. La mujer aceptó su oferta y expuso su desgracia, fue castigada por su padre, su madre, su marido y sus propios hijos. Una vecina buena y católica, esto último era un defecto de la vecina, al fin y al cabo, todos tenemos algún defecto, le dio la dirección del profesional que la rescataría de aquel desastre. Él hacía intervenciones atinentes y el calor de su contención apaciguó su dolor. La mujer sonrió por vez primera, se levantó de la silla, dijo gracias y se fue.
      Pasaron años, ninguno supo cuántos, era un detalle sin importancia para ambos.
      Ella lo reconoció de inmediato, se mostró agradecida por aquel episodio. Le pareció raro encontrar al hombre dentro de un consultorio vacío y preguntó porqué estaba allí. Él carraspeó y luego le dio tos, usó ese tiempo para elegir palabras que no angustiaran a la mujer.
      Él era el psicólogo que debió atenderla, aprovechó el sol que entraba en la sala de espera y allí se había producido la entrevista.
      Ella enfureció, dijo que no se jugaba con personas que sufren, lo tildó de estafador, irreverente, falto de respeto, gordo chanta mal nacido, le pegó una bofetada y desapareció.

      El psicólogo mirando un retrato de Freud, su único interlocutor válido, le pidió perdón y gritó que los que castigaron a aquella mujer fue porque lo merecía. Salió de su letargo y la corrió una cuadra para darle un puntapié en el culo.

sábado, 25 de julio de 2015

IMPRONTAS INVISIBLES


      No hacía críticas a mi madre con terceros. De mi padre no se me hubiese ocurrido, no había nada que criticar, era perfecto. Nunca hablé de mi madre con nadie, a excepción de mi analista que le encanta, como a todos los analistas, preguntar: -¿Y qué tal Mami?-.
      Con mis hermanos la veíamos con un pañuelo rojo que envolvía su cabeza. Lo acomodaba de un modo parecido a la cresta de un gallo. Sabíamos lo que se venía y temblábamos.
      Era el día que no iba la muchacha, que según mami, limpiaba mal, como todas. Mami lustraba bajo muebles, sobre muebles, sobre sanitarios, en especial los techos de la casa chorizo, era una luchadora empedernida. Abría la escalera de pintor y pasaba un trapo empapado a los techos, con un olor que todos memorizamos en la nariz, pero ninguno de nosotros sabe qué era. Rasqueteaba los pisos y le daba dos manos de cera suiza. Luego nos ponía a todos en fila a lustrar con franelas, la ultima etapa. Todo lo hacía con disgusto y bajaba nuestra autoestima con reproches a cada uno, sobre todo a mí que era burra, sucia, haragana, no levantaba un papel del suelo, buena para nada, etcétera, etc.
      Era cierto, pero una madre de verdad no dice esas cosas. La denostación continua terminó por convencerme que era todo lo que mami aseveraba.
      Durante el resto de mi vida quedó una impronta que me dejó enclenque, buscando afecto en cualquier parte.
       Luego de cincuenta y ocho años encontré en el altillo el pañuelo rojo de la limpieza.
        Usé un espejo para enrollar mi cabeza.

        La vecina daba de comer a sus gallinas, los vidrios sucios dejaron pasar la imagen de un gallo, de cresta roja. Mami nunca me dio un beso.

miércoles, 8 de julio de 2015

SOMOS MUCHO MÁS QUE UNO

Era tan alto que sacó todas las puertas y decidió hacer arcadas en las aberturas, para trasladarse de una habitación a otra, sin bajar la cabeza.
      El problema que pensó solucionado, le permitió caminar erguido. Sus cervicales descansaron. Brígido Arribas desayunaba vino, almorzaba vino, tomaba vino tibio a la hora del té. Su andar errático al pasar las arcadas, le producía sendos chichones azules, que casi tocaban el cielo. Se vestía con túnicas largas, porque trajes para su altura no existían. Detalle que no le importaba, nunca salía de la casa. Su alimentación fue la herencia que le dejó su padre, una bodega de vinos exóticos que Brígido Arribas degustaba el día entero. Cuando el mundo producía círculos a su alrededor, caía sobre cuatro colchones, dispuestos uno a continuación del otro.
      Sus vecinos, problemáticos como todos los vecinos, juntaron firmas por que los ronquidos de Brígido Arribas,
les impedían dormir. Llamaban a su puerta en vano, porque él no tenía interés en escuchar bípedos enanos, reprochando sus sonidos nocturnos, que para Brígido Arribas, eran sinfonías de alguien tan talentoso como él mismo.
      Había un dejo de aburrimiento en su vida de ermitaño.
      Por la raja de la puerta vislumbró una mujer calada de lluvia y frío. La piedad le hizo abrir la puerta e invitó a la mujer a protegerse en su ermita. Le ofreció vino caliente con canela, aceptó gustosa, su nombre era Rita Banaperder.
      Una dama encantadora que le sugería que el dios Eros existía. Durmieron juntos con todo respeto.
      Rita Banaperder fue la primera en despertar, preparó un mate de vino y le cebó a Brígido Arribas, que por vez primera se sintió bien atendido, el mate no quemaba y la mujer sonreía.
      Hablaron de cosas interesantes, como: lo que mata es la humedad, cuándo dejará de llover, la ropa no se seca más y la libertad de los gatos para andar los techos.
      Brígido Arribas encontró que la mujer era culta y distinguida, como sabia acostumbrada.
      Al cabo del día estaban totalmente beodos.
      Ella pidió conocer la bodega. Brígido Arribas propuso dormir en dicho lugar, mientras Rita Banaperder saltaba y brincaba por la idea.
      Hacía frío en la bodega, él ofreció dormir sobre el piso y que ella tomara como colchón su cuerpo. Ignorando lo que hacían, hicieron.
      Brígido Arribas le ofreció casamiento, ella contestó que eso era una antigüedad y una cobardía.
      Fueron felices hasta que sus páncreas estallaron.

      Antes de morir se tomaron una copita de Licor de Las Hermanas. Los vecinos extrañaron las sinfonías de ronquidos y tenían insomnio con culpa, mucha culpa, muchísima.