-¿Sabés qué me pasa? Imagino los alemanes
con bigote angosto y haciendo ¡Heil!, no lo nombro-. Yo sabía que Alemania le
iba a abrir la cabeza, más allá de su xenofobia que había bajado decibeles viviendo
en Berlín. Era la máxima autoridad en un centro de literatura latinoamericana.
Rubio, muy alto y se vestía como un
alemán perfecto. Cuando nos conocimos encontramos nuestros escritorios
demasiado angostos y sacamos los pasajes. Quisimos huir de la miseria, de un
país que se hundía a otro donde techo y comida se pagaban con trabajo. Me
sorprendió cuando lo escuché hablar en un alemán perfecto. Yo sólo hablaba
castellano imperfecto. Aprendí en un curso de seis meses a hablar el idioma,
donde recibí honores al finalizar el ciclo.
Vivíamos en la misma casa, hasta que
apareció su novia embarazada. Reclamaron mi cuarto para el bebé. La propuesta
era a elegir entre el living ó el garage, ambos lugares para armar mi
dormitorio.
Estuve de acuerdo. Los intercambios con mi
amigo cubrían la distancia de nuestra tierra.
Solía compartir nuestras veladas, la
embarazada. Nos venía muy bien para la práctica del idioma. Cuando se ponía
pesada, la mandábamos a dormir y seguíamos hablando de nuestras películas
predilectas o cualquier otra lechuga. Sentí que era mi hermano, tal vez por ser
único hijo. Fui padrino del bebé, le pusieron mi nombre y mi apellido. Esto no
lo entendí, pero viniendo de mi casi hermano tuve plena confianza.
Fue repentino, volví a Bs As. Extrañaba
mi almohada, el bar de abajo, charlar con mis viejos amigos, que estaban más
viejos que amigos. Los miraba y se veían lejos y borrosos. No había un
pensamiento colectivo de esperanzas bien distribuidas.
Me cansaron las diatribas de ciencia
ficción, saqué un pasaje a Alemania y volví a mi antiguo domicilio. Mi amigo
jugaba con sus cuatro hijos, todos iguales a él en miniatura, menos uno, que
parecía yo cuando era chico.
Del abrazo pasamos al costo de la casa,
él decía haber puesto más que yo. No era cierto, pero no le contesté. Acomodé
mi dormitorio en mi dormitorio, a los chicos les armé una cama gigante con
todos los almohadones que encontré en el living. Rediseñé el interior de la
casa, redecoré el dormitorio de mi amigo. A la alemana se le notaba de qué lado
dormía, porque allí estaba hundido y tenía olor a salchicha.
Ese olor me trajo a la memoria que una
noche, de terrible borrachera la gorda me violó sin yo darme cuenta. Salimos a
la terraza y preparé a mi amigo, casi hermano, le conté del episodio y el
olvido.
Se mostró afable y perdonavidas. Me saqué
un peso de encima, ellos a cambio pusieron al hijo igual a mí, bajo mi
custodia. Le vi ojos de perro desamparado y vino a vivir conmigo, a otra casa
cercana, para que no perdiera contacto con sus hermanitos cara de chancho con
olor a chucrut y su madre, la gorda salchichonga. Con mi amigo, retornamos a
nuestras charlas sobre libros, películas, cosas de Argentina y el café de la
cortada Tres Sargentos.
Nos
despedimos con un abrazo, me llevaba el niño que tenía hasta mi apellido.
Fuimos al Machu-Pichu.
Desde aquí arriba pienso en mi amigo,
casi hermano. La voz de un niño, me reclama.

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