-Pedro ¿Vamos a probar la moto?-. Lo vio
tan grande sobre su moto negra, con costados de ala de cisne, como los coches
fúnebres antiguos, las gomas anchas, equivalentes a dos gomas de auto sumadas.
Fredy
era lo más parecido a un esqueleto. Indeciso con la propuesta de “probar la
moto”. Los amigos cargaron sus mochilas sólo con sus mallas y los documentos
personales y de la moto.
Tomaron la ruta despacio, se daba que el
viento les venía de atrás, tentaba ganarle y la velocidad aumentó. Parecía
volar.
Es literal, para esquivar pozos la moto
se elevaba y caía al otro lado, donde la suspensión de la moto se hacía suave y
placentera.
Llegaron al mar. El viaje de sol en la
espalda, cuatrocientos km, ameritaba tomar un buen baño de olas. No había
nadie, un cartel torcido que decía “Lugar para acampar” y una caseta de madera,
con un señor que dormitaba afuera, tras la puerta reinaba la oscuridad. Pedro,
que tiene la voz más grave, le preguntó si podía dejar la moto allí, el tipo
levantó la cabeza y lo miró con un ojo entornado
–Déjela donde quiera, nunca viene nadie y menos en este mes-. La moto quedó de pie mirando el horizonte, las mochilas a los costados y rompiendo olas y luego nadando hasta agotarse, decidieron volver, caminaron por la arena y estaba la caseta del viejo, sin el viejo, sin la moto, sin las mochilas. Fueron hasta un puesto policial que habían visto a la ida.
–Déjela donde quiera, nunca viene nadie y menos en este mes-. La moto quedó de pie mirando el horizonte, las mochilas a los costados y rompiendo olas y luego nadando hasta agotarse, decidieron volver, caminaron por la arena y estaba la caseta del viejo, sin el viejo, sin la moto, sin las mochilas. Fueron hasta un puesto policial que habían visto a la ida.
Salió un comisario en musculosa y
pantalón guerrillero. Tenía un olor a vino que no entendía el relato, sólo dijo
–No hay señal y aunque haiga no la sé manejar-. Caminaron por la banquina, los
pararon tres veces autos policiales, les relataron cómo les habían robado y los
kilómetros que faltaban todavía.
Uno
del auto salió para decir que no había señal. El más gordo lamentó no ir en esa
dirección y agregó –¡Qué hijo de puta el que les afanó!-.
Cuando llegaron, sus pies estaban en
carne muerta. Fredy lamentaba su parrilla plegable y el cacho de asado para
comer, al lado del mar.

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