Le decían la
Mudita y eso que ocupaba todo su tiempo hablando de los demás. Los vecinos eran
su tema. Lo que escuchaba hablar entre ellos, cuando iba a pedir sal. Era la
típica de al lado, que siempre necesitaba algo que le faltaba, un pedazo de
manteca, la dirección del oculista que seguro no la perdió. Sus pretextos eran
varios y en momentos inoportunos. Como cuando fue a lo de Inés, que después de
cinco años la invitó su marido a un polvo rapidito. Tocó el timbre la Mudita,
en mitad de la forreada. Se fue sin decir nada y de los nervios, al marido de
Inés, el forro se le pegó en el techo.
Jugaban a la
canasta los jueves y mientras la Mudita barajaba, sacaba secretos de los demás,
a veces se confundía, porque eran seis las familias y cada una tenía problemas,
de infidelidad, exceso de odio, mentiras y las pavadas que contribuyen a hacer
de la convivencia un infierno.
La Mudita se
apropiaba de los conflictos ajenos y los desparramaba sin piedad, siquiera con
el paralítico que vivía solo y tenía un novio que lo visitaba con la asiduidad
del enamorado. De ese se ponía Mudita, porque ella, alguna noche, se mandaba un
touch y no go, “me quedo una semana”, decía el galancete y seguro que todas las
noches le rompía el, el, el que todos sabemos y no entregamos con facilidad.
Con ella era distinto, lo entregaba con felicidad.
Un jueves, faltó
la Mudita a la canasta, del árbol caído todos hacen leña, pero tuvieron miedo
de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. Esa tarde se
aburrieron. El descaro de la Mudita para contar sus chismecitos, hicieron que
taza taza, cada una a su casa.
No eran
diferentes a la Mudita. No hubo una sola que no la fuera a visitar. A todas les
extrañó que la casa pareciera abandonada, con olor a mucho tiempo que allí, no
vivía nadie. Tocaron el timbre, golpearon y sintiendo que los golpecitos podían
llegar a hacer venir abajo todo. Fueron a la única Inmobiliaria del Pueblo. Les
aseguraron que ese lugar, no se habitaba desde hacía ciento cincuenta años, tal
vez más. Nunca vivió una mujer “La Mudita”, ni en esa casa del Pueblo, ni en
otro lugar, debió ser una alucinación que se contagiaron las seis mujeres.
Nadie se resignó a la ausencia inexplicable.
Los jueves
quedaron como recuerdo y algunas se lo borraron. Entre ellas, dejaron de ser
amigas. No se saludaron más y si tropezaban en la calle, ni pedían perdón ni
“no es nada”.
Del Pueblo se
fueron de a poco, todos. No había más trabajo, ni negocios, ni Escuela. El
viento sí se quedó y los yuyos ocuparon el Pueblo vacío, las casas se
derrumbaron todas, menos una, tenía un porchecito, donde se escuchaba una silla
de mimbre, que se hamacaba sola, sin nadie sentado, la Mudita contaba la
historia del pueblo, que alguna vez hubo allí, pero ella no estaba. Sólo su voz
en el viento, que hacía doblar los yuyos y las flores, por miedo a ser
criticados. Ni yo, que escribo esta historia, no sé qué es verdad o mentira,
tal vez algún lector generoso me ubique en tiempo y espacio. Tengo ciento
cincuenta años, después de todo, en realidad, ya no importa.