viernes, 19 de febrero de 2010

AQUÍ NO ES, CARAJO.

El pueblo de la sonrisa prohibida.
El pelo teñido de rubio y el olvido de que eran morochas, como las argentinas, que son morochas.
No si yo fui siempre rubia, lo que pasa es que tomé sol.
El pueblo del verano treinta días y la tristeza del invierno largo, frío y aburrido. El chiste de la baldosa equivocada y el llamale H.
El Nintendente pedorro, que prohíbe el porro, la birra y la justicia.

El pueblo que creyó que aquí nunca pasó nada y el setenta, fue una novela, que no tuvo asentamiento de tortura, justo aquí, donde hubo montones.
El pueblo que niega chinos, negros, campesinos, miel, espinaca y carne, tan cara como el oro.
Los viajes de los ricos ordinarios, que nisiquiera cuentan cuentos de alegría, todo se reduce a estuve en un hotel y después nada.

El pueblo de edificios fantasmas, parecidos a los de Caracas, pero sin mar a la vuelta del valle insensato.
El pueblo con cascada sin agua, con un dique pantano, con una fuente de los vascos, parecida a una estación de servicio.
El pueblo que costó ser arbolado años de años, para convertirlo todo en casas muy modernas, de color caca, o naranja podrido.
Los jardines secos, afanados a las sierras.

El pueblo tranquilo, de miradas asesinas, por la envidia de suponer que el otro la pasa bomba.
El pueblo que responde al imprevisto, con la respuesta idiota del exigüo “¿Por?”
O el saludo “¿Todo bien?” huyendo para no escuchar, en mi caso que quiero contestar: “Para el orto” y que me escuchen.”Nos vemos” mienten.

Ese pueblo mal atendido y peor cogido, que no entiende que música es el canto de los pájaros que tiene y no la molestia de la siesta, que se apaga con un rifle.
El pueblo que no muestra su pobreza, porque hasta el pobre tiene vergüenza de no tener nada.
El pueblo enfermo de sicarios pervertidos, en muertes con residuos de sospechas evidentes.

El pueblo endogámico y pedófilo que come hostia, todos los domingos, pensando que dios existe, cuando cientos de panzas duelen de hambre callado y tienen casas donde entra el frío, el calor, el agua y el paco, que no es el tío bueno que se viola a las sobrinas, consoladas con zapatillas, que Paco compra a los canas, disfrazados de ladrones.

Este pueblo de mierda, que dice negro de mierda al habitante de su patética aldea, llena de gusanos teñidos de rubio o colorado.
El pueblo del fratacho de las caras, para tapar el tiempo de la vida.
La vergüenza de los años mal vividos, disfrazada de viejas distinguidas de ignorancia. Hipócritas genéticas, que conocieron el sexo y nadie dijo el gusto es mío.

El pueblo que cuenta de rincones bonitos, que no existen ni en el mapa de sus ojos.
El pueblo “Ciudad de Dios” y así ha de ser, porque el domingo dios descansó y siguió durmiendo, hasta hoy y sueña hasta nunca.
El pueblo que gasta agua y escobita y come lo que haiga y le tranquiliza el pasto cortadito y el vecino igualito.

Este pueblo que responde aquella obra, paradigma de “Las de Barranco”, que se llamó “Tragedia de una familia guaranga” y fue en La Plata, donde murió tanta gente, por querer cambiar el mundo, sin saber que eran mandados por Videla o por Massera, o por toda una manga de alcahuetes impotentes, que dejaron como herencia un desierto, que parece una cloaca a cielo abierto.

martes, 9 de febrero de 2010

EL HIJO QUE TUVE UN RATO

La mudanza a Bs. As. Se resolvió en siete días. Martín vino agitado, contando la mala nueva. Era nuestro vecino preferido. Apareció un día, saltando la medianera, miraba nuestra selva con un asombro alto como su inocencia. Menudo, lindo de sonrisa y estar tranquilo. Mi hijo, cuatro años más grande, lo adoptó como un hermano. Dolía su padre ausente y su madre de pocas horas. La única propiedad de Martín era una pecera redonda, con un pececito anaranjado.

Si venía por mucho rato, traía la pecera y le buscaba un lugar fresco, lejos de los gatos. Le preguntaba al pececito si le gustaba la selva de su amigo. Hacía la voz del pez, con su ronquera encantada. El pez decía que quería quedarse a vivir aquí, para siempre. Me preguntaba en el oído si él también podía.

La mamá, más que persona, era viento. Fui a convencerla, le expliqué que Bs. As. era un desatino. Ella iba y volvía con cajas apresuradas, cargadas de ropas y vajillas en absoluto desorden. En la casa vacía, casi se olvida de Martín, abrazado a su pecera. Tuvo tiempo de enojarse, con ese pedazo de cielo. Con el motor en marcha, llevó a Martín al baño, le arrebató la pecera, la volcó en el inodoro y apretó el botón indignada. Martín lloró, que nunca lloraba y la madre de viento le explicó que el agua del inodoro llegaba al mar. El pez naranja saldría por un agujero que daba a la playa donde iban todos los años, seguro lo encontraría. Hizo añicos la pecera, de nervios y de premura. Martín nos tiraba besos y apoyaba la boca contra el vidrio, como hacía el pez cuando lo buscaba.

Al año recibí un llamado de Martín, tartamudeando, me pidió que no me pusiera triste, pero en ningún agujero de la playa, estaba su pez naranja. Por suerte encontró un bañero, que aseguró haberlo visto meterse en el mar contento. Yo lloraba y se dio cuenta, era tan considerado que me inventó una historia. Los padres del pececito, lo llevaron mar adentro, a conocer su casita mucho más grande que la redonda.