martes, 9 de febrero de 2010

EL HIJO QUE TUVE UN RATO

La mudanza a Bs. As. Se resolvió en siete días. Martín vino agitado, contando la mala nueva. Era nuestro vecino preferido. Apareció un día, saltando la medianera, miraba nuestra selva con un asombro alto como su inocencia. Menudo, lindo de sonrisa y estar tranquilo. Mi hijo, cuatro años más grande, lo adoptó como un hermano. Dolía su padre ausente y su madre de pocas horas. La única propiedad de Martín era una pecera redonda, con un pececito anaranjado.

Si venía por mucho rato, traía la pecera y le buscaba un lugar fresco, lejos de los gatos. Le preguntaba al pececito si le gustaba la selva de su amigo. Hacía la voz del pez, con su ronquera encantada. El pez decía que quería quedarse a vivir aquí, para siempre. Me preguntaba en el oído si él también podía.

La mamá, más que persona, era viento. Fui a convencerla, le expliqué que Bs. As. era un desatino. Ella iba y volvía con cajas apresuradas, cargadas de ropas y vajillas en absoluto desorden. En la casa vacía, casi se olvida de Martín, abrazado a su pecera. Tuvo tiempo de enojarse, con ese pedazo de cielo. Con el motor en marcha, llevó a Martín al baño, le arrebató la pecera, la volcó en el inodoro y apretó el botón indignada. Martín lloró, que nunca lloraba y la madre de viento le explicó que el agua del inodoro llegaba al mar. El pez naranja saldría por un agujero que daba a la playa donde iban todos los años, seguro lo encontraría. Hizo añicos la pecera, de nervios y de premura. Martín nos tiraba besos y apoyaba la boca contra el vidrio, como hacía el pez cuando lo buscaba.

Al año recibí un llamado de Martín, tartamudeando, me pidió que no me pusiera triste, pero en ningún agujero de la playa, estaba su pez naranja. Por suerte encontró un bañero, que aseguró haberlo visto meterse en el mar contento. Yo lloraba y se dio cuenta, era tan considerado que me inventó una historia. Los padres del pececito, lo llevaron mar adentro, a conocer su casita mucho más grande que la redonda.

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