Cuando sus padres murieron, durante la
inundación en La Plata ,
Camilo quedó solo, esperando ayuda en el techo de la casa. Un vecino le informó cómo una boca de tormenta
sumergió a los viejos, sin que nadie pudiera rescatarlos. Todos quedaron
asombrados por la supervivencia de Camilo y su fortaleza para reparar aquella
casa.
Pasaron los días y cuando por fin secó
Camilo arregló puertas y ventanas. Pintó paredes de blanco. La señora de al
lado le regaló un colchón y ropa de cama. De la escuelita le mandaron una
heladera, un termotanque y vestimenta nueva. Las conexiones eléctricas las
realizó un profesor del Instituto. Camilo agradeció y pidió que siguieran con
otros damnificados. Explicó que, trabajando solo, podía llorar a sus padres sin
testigos. Hasta pensó que, tal vez, aparecieran con vida. Camilo era un joven
optimista. Pensaba en ellos mientras rogaba a Dios, que siempre escuchó sus
pedidos. No se detuvo ni para dormir o comer, quería sentir su hogar
recuperado. Cuando llegó a extenuarse durmió dos días consecutivos.
Dos monjitas le llevaron alimentos.
Camilo aceptó, con vergüenza el primer desayuno, acompañado por las religiosas.
Era tiempo de seguir estudiando. Apareció en el Instituto, con sus anteojos
negros y su bastón blanco. Llevó su mochila, con todos los libros en braile,
que pudo preservar por milagro.