He conocido obras de pintores o dibujos considerados geniales, por parte de la humanidad y por mí también. Pero las más interesantes las encontré en los papelitos que viven al lado de los teléfonos fijos. Sucede cuando hablamos de cualquier cosa con algún amigo, que detiene el tiempo con palabras tranquilas; mientras tanto dibujamos sin pensar y con todos los permisos, que resultan perspectivas absurdas o casitas invertidas o palmeras despeinadas, que remiten a otras cosas y esas cosas a otras, inconclusas. Cuando dejamos el chau, adiós, colgando el tubo y bostezando nos vamos a dormir la siesta o a seguir haciendo tareas consignadas. Un día cualquiera, el pilón de papelitos se cae del escritorio sin espacio y tiramos nuestras obras de arte, las genuinas, en el cesto donde vive lo inservible.
La mujer de un autor, que ocupó parte de mi cabeza muchos años, contaba que su marido le pedía papelitos y biromes para la noche. Tenía el sueño liviano, se le ocurrían palabras u oraciones que escribía entre dormido y arrojaba al piso. Por la mañana su mujer los juntaba y mutaban luego en novelas sin fecha de vencimiento.
Los aviones de papelitos ocuparon nuestra infancia, los barquitos para el cordón de la vereda cuando llovía y los sombreros de tres picos en disfraces repentinos. ¿Quién no mandó un papelito declarando su amor a la más linda de tercer grado? Ahora se guarda todo en computadoras o celulares, el papelito resulta bastante incómodo a los jóvenes. Ellos mismos parecen vivir en la supuesta comunicación que nos regala la tecnología y sus enseres. Si pudieran meter el culo en esas pantallitas lo harían con el mismo placer que dejar metidas sus cabezas digitales todo el día.