─Mami, quiero jugar al ruby, necesito que me
compren una pelota de cuero cosida como la del abuelo. Está en el sótano, yo la
vi, la lustré y se notaba que el cuero estaba viejo, se rajó.
─Muchachito es un juego muy brusco y si no
preguntale a papi. ¿Viste cómo quedó?, tiene un brazo partido para siempre y
contusiones que él lleva de recuerdo, con orgullo y silencio. Además no se dice
ruby, se dice rugby.
Ella iba a verlos jugar con ropa canchera
pero lo que más le interesaba era el tercer tiempo.
Ahí fue su desgracia, papi conoció a su futura
mujer.
─¿Por qué no jugás al basket?
─Me pudren, Jorge, Luis, Humberto. Siempre
les gano por ser el más alto. Y ellos planean venganzas tontas que prefiero ni
hablar. Mis amigos diferentes a los tontos, me están enseñando todas las
jugadas de rugby, como decís vos. Laffitte que es el más experimentado, me
regaló el equipo de su finado hermano, menos la pelota. Ahora sé que cuando
formamos un círculo conviene ocupar la parte baja. Willy pensaba que ese lugar
era el más benigno. Como es un deporte de evasión y contactos físicos había
peligros implícitos. Al referí no se le daba bola en general.
Mi primer partido dio miedo éramos quince
jugadores por equipo. Duraba ochenta minutos, divididos en dos partes de
cuarenta con un descanso de quince minutos.
Un torpe que no me enteré nunca quién fue se
me cayó la máscara y metió su talón en mi nariz. Dejé de jugar en tercer
tiempo, me esperaba mi amiga de al lado. Puso una bolsa de hielo y dejó un ojo
libre para que la pudiera ver. Tenía una trenza espesa que le llegaba hasta el
culo. Resultó postiza y cuando bailamos me quedé con la trenza en la mano. Ella
era una regia que nada le daba vergüenza, se la regaló a mi vieja, que estaba
presente.
Se sonrieron por primera vez. Después se
odiaron, nunca supe la razón ni me importó. Después de la experiencia con el
rugby comencé a odiar los juegos de todo tipo con pelotitas. Pelotas grandes,
pelotas medianas, pelotas chicas. Tenía preferencia por jugar a las bolitas. Eso
fue juego de niños, de púberes y en mi caso de adolescente.
En mi último cumpleaños mi madre me regaló
una caja que contenía aquella trenza de mi vecina. Con ella me casé, no con mi
madre, con mi vecina. En el séptimo año, la comezón clásica produjo nuestro
divorcio.
Me sentí libre y oxigenado, tenía cuarenta años
y seguía jugando a las bolitas en soledad.
Tuve vergüenza de mí mismo, pero llevo a
punterita en el bolsillo. Cierta vez llevé mi campera a la tintorería.
Busqué en todos los bolsillos y no estaba,
hasta lloré su pérdida. Cuando fui a buscar la campera, el chino, dueño del
negocio, dijo:
─Usted, joven, olvidó algo dentro de su
bolsillo.
Era la punterita, casi lo abrazo al chino,
pero me contuve…