Hacía poco que me
había mudado a este pueblo de aire limpio, árboles perfumados, pájaros
desconocidos. Cuando intenté tomar contacto con sus habitantes, noté que eran
endogámicos, católicos, xenófobos y desconfiados del recién llegado. Una mañana
caminando rumbo a un Café, vi marchando a pie, por el medio de la calle, una
mujer con un cartel, sostenido de una caña, que pedía Justicia, por una chica
violada y asesinada en un descampado. Sola iba, sola con el cartel, el primero
que vi en este lugar.
Me acerqué hasta
ella y le pregunté. Era una persona muy humilde y muy valiente. Luego de
conocer los pormenores, le sugerí que llevara más personas, conocidos,
allegados. Había algo que no se decía, el caso lo blindaron los dos Diarios del
pueblucho. Imprimieron “Lo ocurrido pasó porque la víctima era una menor con
perfiles idiotas y la consecuencia fue aquel abuso, seguido de muerte”, de
donde se deducía que la culpable era ella misma.
La mujer con su
cartel era observada con un cínico:
—Ahí va como loca
sola.
Pedí un turno
con el mejor Abogado penalista del lugar y nos hicimos presentes con Ana, la
Tía de la víctima, la indignada solitaria. El Abogado escuchó con interés
aquella historia y prometió hacerse cargo. Pagué de mis bolsillos las primeras
entrevistas y cuando no pude seguir, delegué en la familia la responsabilidad.
No porque yo no quisiera seguir, sino porque toda la familia, desconfiaba de mi
persona y tenían conflictos entre ellos. Ana se comunicó conmigo buscando ayuda
con desesperación. La persona que tenía más influencia era un sacerdote
generoso, humilde, culto, comprometido, no parecía cura. Cuando llegamos puso
música, cerró puertas y persianas. Elaboró una estrategia, confeccionar más
pancartas, incrementar el número de marchas y de personas. Pidió que tomáramos
los recaudos del caso. No salir de noche, que los encuentros fueran diurnos. La
flia le pidió a la Tía y ella a nosotros (ya éramos tres, una multitud que
logró multiplicarse) cambiar de Abogado. Recurrir a uno nuevo en el pueblo, de perfil socialista, que tenía el retrato de
Alfredo Palacios en la pared de su escritorio. Me recordó a los psicólogos “de
libro”, que fuman pipa, tienen un retrato de Freud y una reproducción de los
relojes derretidos de Dalí. Nos preguntó hasta cosas que ignorábamos,
observando una carpeta que según él, le fue “prestada” en Tribunales. Cuando
salimos del escritorio del novel Abogado, había tres tipos en la puerta, con
anteojos negros, al atardecer, trajes oscuros, camisas negras y corbatas de color,
altos, fornidos y de miradas inquisidoras. La Tía Ana me invitó a su casa y
casi muero, niños con hambre, ropas con andrajos, mujeres murmurando. Alguien
llamó a la Tía aparte y le pidieron que me retirara. Por mi hermano, me enteré
que el socialista era un agente de la SIDE. Que no me expusiera. Me molestan
los consejos protecto-cobardes. Fui a ver al sacerdote y me propuso hacer una
misa fuera de la Iglesia, mirando a la plaza, para pedir el total
esclarecimiento del hecho. Se invitó a las Autoridades correspondientes, no
asistió ninguno.
La plaza estuvo
llena, pero el olor del miedo cruzaba el aire. En ese tiempo, el Intendente era
milico. A unos pocos kilómetros del pueblo había un cabaret que encubría juego,
prostitución, drogas. El Intendente asistía regularmente. Una de sus
prostitutas preferidas era Ana, que hizo lo imposible por poder. El poder de
las cucarachas ganó la partida.
Después puse mis
energías junto a otros para detener las voladuras serranas. Luego por el “No al
desmonte”. Más tarde por dejar sin efecto la construcción de cuatro edificios
tapando el paisaje. Hice lo que pude, hasta comprender que a sus habitantes no
les interesa nada.
Un pueblo ideal, para ponerlo en venta.

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