Vivían de los
frutos de la tierra, en Checoslovaquia, cerca de Trebisov. Los labriegos, con
sus herramientas sencillas, hicieron un pozo redondo y profundo. Los soldados
pusieron hombres, mujeres y niños en los bordes. La metralla se ocupó de llenar
aquel agujero, con un pueblito entero. Salomón, cuando escuchó el retiro de los
motores, trepó entre cadáveres hasta encontrar el cielo. Tenía doce años, único
sobreviviente de un pueblo de muertos y casas en llamas. Corrió de aquel
espanto, a través de aldeas en llamas, como la suya. Siguió corriendo entre
abedules de terrenos salvajes. Su primer tropiezo fue providencial, un
carromato de familias judías que lo adoptaron de inmediato. Historias más,
historias menos llegaron cruzando el océano al puerto de Buenos Aires.
A los noventa y
cinco años dormitaba en una hamaca primaveras y veranos. Nos saludábamos, pero
nunca hablábamos. Era un viejo hermoso, de pelo blanco y ojos color cielo.
Cuando nació mi hijo, Salomón preguntó su nombre y sonrió cuando le dije:
─Simón.
Tomó sus manitos
y besando su frente dijo:
─Shimele, bonito
nombre.
Luego me enteré
el significado, era un diminutivo, Simoncito. Todos adoramos al abuelo Salomón,
su memoria era prodigiosa, pero nunca contó el horror de su pasado. Vivía con
su nieto, que es el padrino de mi hijo, además, entrañable amigo.
Una noche de
invierno, el abuelo Salomón decidió vivir en el cielo. Hubo que enterar a
Simón. Con apenas cuatro años, caminó a su cuarto y desde allí se escuchó su
vocecita, diciendo que no quería tomar la leche ni asistir al jardín, hasta que
el abuelo Salomón volviera.