Gertrudis no atendía el teléfono nunca.
Tampoco llamaba a nadie. Los domingos iba a la feria, a mitad de camino se
encontraba con su amiga Prudencia. Atravesaban retamas, se contaban teleteatros
que alguna de ambas no veía. Hacían las compras de frutas y verduras en puestos
diferentes. De regreso hablaban de la
Señora tal, o el Señor tal y los Chicos de y los Niños de.
Llegaban al cruce, donde cada una iba por su lado. La despedida eran dos besos
a dos milímetros de las mejillas. Gertrudis se sintió liberada. Le daba alegría
llegar a su casa sin nadie.
Sentada en un banco de madera, soltaba
los canastos de compra, las naranjas rodaban hasta debajo de la galería, las
manzanas las seguían, lo demás quedaba fijo.
Durmió sentada, con los brazos y la
cabeza sobre la mesa, unas tres horas. Juntó todo a desgano. Sonó el teléfono
en numerosas oportunidades. Gertrudis siguió mirando el teleteatro que empezaba
y terminaba, era una vez por semana. Se cortó la luz y empezó a tronar, luego
cayeron piedras y llovió tan furioso que Gertrudis murió de miedo.
El día que Prudencia se puso imprudente
fue hasta la casa de Gertrudis, hacía dos domingos que no la cruzaba. Golpeó y
aplaudió, salieron dos perros tristes por la puerta. Entró y la pobre Gertrudis
yacía ahí, definitiva.
Prudencia pidió una ambulancia. Asistió
al sepelio con sombrero negro y los canastos del mercado, para las compras
pos-entierro. No le dio tristeza la muerte de Gertrudis, estaba enojada porque
la dejó sola, con lo que detestaba caminar sola, pasar por el cruce sin nadie,
hablar sola, volver sola sin ningún teleteatro para escuchar, el puro arrastrar
del canasto, sentarse en un banco, dormir con la cabeza sobre los brazos en una
mesa, escuchar las naranjas rodar y rodar.