jueves, 19 de noviembre de 2015

EL FIN DEL FIN

      Cuando murió el marido ella vistió un luto que denotaba su inmenso dolor. Cada diez palabras se le piantaba un lagrimón. Todo el castillo y las tierras circundantes sumaron su fortuna a predios que su marido adquirió por monedas. Hubo un concurso de Reinas; ella que era vieja y fea realizó cirugías en su cara y cuerpo para asegurar aquel triunfo. Prometió el oro y el moro para distribuir con equidad en todos los latifundios. Su reinado fue el elegido. A los pocos días de nacido, apareció el demonio. Comenzó por la comida. Exigió pagos disparatados a los labriegos que terminaron por sembrar yuyos hasta en los inodoros. Se rodeó de gentes sin crepúsculos que le aconsejaron romper vínculos con otros imperios. Prohibió educar al soberano, suprimió atender a los enfermos y consideró innecesario pagar a los ancianos. Decía que eran seres próximos a la lira. Ella y ellos preferían dólares. Los gentiles adelgazaron como palitos, quedaron algunos gordos que se alimentaban de engrudo. Encargó a su hijo, tonto y adicto formar ejércitos de tontos y adictos para sostener aquellos disparates. Las personas de bien trabajaban y se afanaban. Terminaron afanando lo poco que quedaba. La Reina se dirigía a la plebe con discursos interminables y absurdos. Dejaron de escucharla. Fue tan odiada, sobre todo cuando prohibió la vaca y se terminó la leche, porque no le gustaba la nata. Así quedó el nombre de su reinado: “La mala leche”.
     
      El resto de los imperios decidieron quedarse con las tierras y condenaron a la Reina y sus secuaces al exilio en las Islas de Los Caimanes, que los devoraron de inmediato. 

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