Y amo la
palmera, que me subió tan alto como mi Padre me levantaba en la terraza, para
ver el sol cuando nacía.
Amo el olor a
tostadas de mi madre y el olor de su pelo mojado, para luego no volver durante
cuatro horas. Amo los árboles enfrente y las sierras protectoras de sus copas.
Hablando de copas, amo tomar un whisky al atardecer, ver al matrimonio de quinteros
pasar por la vereda tomados de las manos, con espaldas encorvadas para siempre.
Amo los perros
de la calle y esos ojos tan tristes, cuando semiduermen y tan alegres cuando
llegan sus amigos. Amo todos los novios que tuve y los dos maridos que bancaron
mis histerias y respetaron el silencio de mis cuentos. Amo a todos y cada uno
de mis compañeros desaparecidos, tan jóvenes, dejaron una generación rota,
dando como resultado la ignorancia y la barbarie. Amo las hortensias azules de
mi abuela y el temor de las hijas a que no se casara nadie. Da risa, porque
todos nos casamos dos y tres veces, a pesar de las hortensias.
Amo cuando miro
parejitas de quince, pegados en un abrazo y un beso de alfiler, que cierra un
amor un rato, o para siempre, nunca se sabe.
Amo el tránsito
sólo de bicicletas, partiendo el aire con la pureza de una recta sigilosa. Amo
mi hijo, mis libros y el jardín que crece como quiere. Amar es un deleite que
se aprende de los otros, los que aman la tierra, el aire y el cielo.
Amar es también,
quedarse un ratito más en la cama.