miércoles, 28 de marzo de 2018

CORTINAS


   Lo único que le rescataban algo de ganas de vivir, eran sus viajes. Mandaba tarjetas mensualmente de Jujuy, Salta o Río Negro, escritas con tina negra, decía obviedades; Mamá por eso, tal vez, leía con gesto indiferente. Él volvía feliz, por unas horas. Todos sabíamos que deseaba partir antes de llegar. Viajaba seguido en el Vapor de la Carrera, tenía un grupo de amigos con ganas de vivir. Se los ve en las fotos sonriendo. A mi madre, el gesto de las sonrisas, la ponía triste.  A Él le gustaba Montevideo y pasaba tiempos solo. Mi madre lo recibía con un beso y sonrisa forzada.
   Mi tía Emma pidió ir de visita, en ausencia de nosotros. Ese día llegamos temprano del colegio. Algo rescatamos, Emma hablaba de derechos, murmullos inaudibles y luego: “…nosotras somos distintas, hay un departamento, justo enfrente.” Dedujimos que tenía dinero para comprar una propiedad. Se escuchaba: “vamos, Laura, lo hecho, hecho está, no llores más. Vos sos perceptiva ¿ni se te ocurrió?” Por último, de mi madre, escuchamos eso: “Que los chicos nunca lo sepan.” Nos intrigaba qué cosa no debíamos enterarnos y porqué no. Si mamá lloraba, debía ser importante. El único dato fehaciente, según mi hermano, era las ventanas de enfrente. Con mucha frecuencia tomábamos los prismáticos para ver de qué se trataba, sólo veíamos cortinas volando y otras cortinas que impedían ver quién vivía allí. Mi padre siguió con su vida nómade por consejo médico.
   La última vez que decidió volver se instaló en la última pieza de casa. Estuvo una semana mirando el techo en la semioscuridad. Mamá le dejaba las comidas cerca de la puerta que él había cerrado con llave. No probaba bocado. Una mañana todos escuchamos un disparo. Era papá, que se había ido de viaje para siempre.  Los ojos de mamá quedaron tristes de todos los días. Ella también miraba las ventanas de enfrente con prismáticos. Le pasaba como a nosotros. Había tantas cortinas que descorrer. Decidimos investigar en la baulera. Había juguetes que no eran nuestros, ropas de bebé apolillada y un zapatito bañado en bronce.
   En nuestro primer día de Universidad vimos salir alguien extraño de enfrente. Tenía la bufanda roja que tejió mi madre, le daba dos vueltas al cuello y lo que nos dejó pasmados fue que era igual a mi padre de joven. Tomamos el mismo tranvía. Bajamos todos en la misma Facultad. Él nos alcanzó y nos preguntó en qué aula se cursaba derecho penal, tenía la misma voz que nuestro padre. Cuando volvimos, entre cómo les fue y el chico igual a papi, mi madre sólo dijo: “En esta familia hubo siempre hijos naturales y a su padre se ve que le gustaba mucho la Naturaleza.”

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