Julián, viviendo
en Flamingo, buscaba trabajo. Hacía esperas de 3 horas y en cuanto se daban
cuenta que tenía 35 años:
—Tomamos hasta
de 30.
Subiendo a un
colectivo atosigado, miró su zapato y tenía un papelito pegado. Era una oferta
de trabajo.
Lo tomaron en la
primera entrevista. Tenía que pagar el alquiler con un negrito color violeta y
ojos con persianas. Se fue sin pagar su mitad. Apareció la hermana del violeta,
que también era Violeta.
—¿Si yo te pago
la mitad del alquiler, puedo vivir con vos?
Esta mujer se
dedicaba a coser los vestidos mágicos de Umbanda, hacía tres vestidos en un día
con puntillas y volantes. Aún reuniendo sus ganancias, no les daba para pagar
el alquiler. Llegaron a un acuerdo, Julián se encargaría de buscar precios
interesantes, para los diseños de la violeta.
Ella se enamoró
de él, la primera vez que lo conoció. Salían al atardecer, para tomar una caipirinha,
él le daba besos en el cuello, le acariciaba la espalda, la tomaba de la
cintura, de camino al departamento. Ni bien entraban, Julián cambiaba de
personalidad.
—Ché Negrita,
tenés que producir más vestidos, se venderán en un local grande y me encargaron
550 percheros. Exigieron un nombre para la marca de nuestra ropa. Yo elegí
“Violettte”. Contraté un subsuelo abandonado, con cinco trabajadoras que te
ayuden todo el día. Después los vienen a buscar con un camión del local. Vos
los hacés, yo los vendo.
—Julián, me
gustaría mucho ocuparme de las entrevistas con los dueños.
—No podés ir con
tu pinta de negra violeta y con los ojos asustados. Si fueras una Señora
blanca, elegante y te supieras expresar,
todavía. Y otra cosa, no quiero más
indirectas acerca de nuestra relación. Hubo caricias y besos de mentira. No
somos una pareja, somos socios y para que la cortes con las franelas, voy a
decir algo para dejarte tranquila, las mujeres no me gustan, nunca me gustaron.
Le dio un ataque
nervioso y la echó del departamento. Ella se sentó en el cordón de la vereda,
mientras Julián destrozaba los vestidos y se los tiraba por la ventana. Le
aterrizaban en la cabeza, mientras le decía:
—A mí tampoco me
gustan las mujeres, Julián.