Fue una tía,
prima de su padre, hija de su abuela y hermana de su hermana. Quise armar el
árbol, como cuando uno leía “Cien años de soledad”.
Lo hice, no entendí nada, había personajes
inexplicables, de generación en generación hasta llegar a un degenerado, que
debo ser yo.
Había una casa,
ni grande ni chica, ni luminosa ni oscura. La heredé y nunca supe la razón. El
Abogado me miró por abajo del hombro
—Lo importante
es que Ud es propietario de una casa, estará hecha mierda pero la puede
restaurar. Su buenaventura se debe a que Ud es el único sobreviviente de la
intrincada Flia Sieteaguas.
Quedaba alejada
de la ciudad, siempre es así, si la casa es grande y rara se encuentra en las
afueras. Tenía puertas y ventanas abiertas. Había olor a fresias. El mejor
lugar para escribir. El segundo piso tenía pedazos de pared derrumbados,
arreglos improvisados de madera. Filtraciones claroscuro, Encontré una silla de
escritorio antiguo y una mesa de camping. Tenía diez ideas craneadas, me siento
a escribir y cuando galopo en la tercer hoja, la silla tiembla y se parte en
dos. No me gustó ese recibimiento, además me lastimó los glúteos. Conseguí un banquito
matero y aproveché la noche, donde fluyo sobre el papel. Mientras estaba en eso
vi pasar por los insterticios de las maderas un tipo alto y una mujer enana.
Salí por la ventana, el tipo alto era hijo natural de mi abuelo y la enana era
hija de padres hermanos. Los hice pasar, comimos juntos, casi me atraganto
cuando declararon estar casados. Ellos vivían en un monoambiente cerca de
escobar, me querían advertir que cuando sintiera temblores saliera de la casa,
se venía el derrumbe final. Me parecieron agoreros mistificadores.
Seguí
escribiendo más horas que antes, dejaba pasar desayuno, almuerzo y cena. La
historia fue un regalo de la casa, el Lungo y la Enana fueron los
protagonistas, yo todavía no sabía si optar por la primera persona o por la última,
me tentaba aquello de “Los últimos serán los primeros”. Dormido sobre mi novela
terminada, comenzaron los temblores, salí caminando entre mampostería cayendo.
Los marcos de las puertas resistían. Atravesé un agujero y corrí hasta el
camino. Llegué a la Ruta, mientras esperaba el micro escuché y miré cómo la
casa se derrumbó y se adentró en la tierra.
—¿Y Señor, va a
subir o se queda?
No le contesté, mis manos estaban vacías, olvidé mi novela dentro de la casa.

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