—Chicas, tengo
la solución, vos Cande, que fuiste dibujante te podés encargar de los planos,
tengo una novedad, los sótanos del Banco se comunican con casa.
—¿Y qué tiene
que ver, lo vamos a robar? ─preguntó Selva.
—Dalo por hecho,
somos cinco viejas con entrenamiento de Pilotes, Zumbada, Kunga Funga y tenemos
fuerza tipo barrabrava.
Poli pensó que
tenían un perfil ideal, viejas, flacas, encorvadas, rodetitos tristes blancos y
vestidos de cuarenta año atrás, con carteras para la polvera.
Raquel, autora
intelectual, le puso número a las acciones.
—Tenemos un
finde largo, tres días. Primero bajar a nuestro sótano, acceder al de ellos con
pico, pala y baldes, todo milicado, un dos tres, un dos tres, acceso directo a
las cajas de seguridad y las de inseguridad.
Cande decía que
la adrenalina produce un acelere, por ahí terminamos antes. Aseguró que nunca
en la vida, ninguna trabajó tanto. Hicieron perforaciones impecables, usaron
antiparras y llenaron veinte cajas de efectivo, las cajas de los ricos y para
no hacer diferencias, las de los pobres.
Salieron dos
primero y las otras tres atrás. Cinco viejecillas inofensivas. Les preguntaron
si habían escuchado algo, todas mostraron sus aparatos auditivos y dijeron no
escuchar en general. Subieron al auto, a la altura del Km 209 las paró la
Policía. Hicieron bajar a la que manejaba:
—Lo lamentamos
señora, pero deberán dejar el vehículo, no tienen edad para conducir. Queda a
buen recaudo en el Estacionamiento Municipal. Para retirarlo abonará 200.000
pesos y alguien joven que haga el trámite.
Empezaron a
caminar, las cinco recordaron que todo lo sustraído quedó en el baúl del auto. Hicieron dedo, las
levantó un camionero, que sólo escuchó de las cinco viejecillas, puteada tras
puteada.
Esperó a que se
quedaran sin aire y preguntó y ellas le contaron. El camionero sabía el número
de la patente, los siguió por la autopista:
—Tranquilas,
esto lo soluciono yo.
Pasaron dos Km y allí estaba el auto, los tipos con el capó levantado y las tres cabezas metidas en el motor. Las cinco viejecillas observaron cuánta concentración lleva un motor roto. Con pasos inaudibles tomaron el capó y lo largaron sobre las tres cabezas. Un auto viejo es tan pesado, que con sólo dejar caer el capó se degüella hasta tres o más personas. El camionero rescató el botín y llevó las viejecillas a su casa, les acomodó los bártulos bien merecidos. Las chicas, que sumaban 390 años, le dieron como para una casita, bien merecido. El “Gato”, camionero, casi llora, después se acordó que los hombres no, y no.

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