El cementerio se inundó cuarenta veces en
ciento veinte años. Los deudos de todas las bóvedas las vendieron por monedas,
incineraron a sus parientes muertos y arrojaron las cenizas a la laguna. Sólo
una bóveda quedó en pie, con superpoblación finada, los ataúdes cubiertos de
telas blancas, bordadas a mano por las “Hermanas Hilo por Hilo”. Todos los
días, sin falta, venía la última heredera de la bóveda más antigua del lugar.
Si había inundación, se trasladaba en bote. Si llovía se guarecía dentro del
reducto. Rezaba el rosario perdido, con un collar de perlas, le salía completo.
Catalina Aranceles era atea, lo del rezo lo hacía en homenaje a los que se
fueron, todos tan católicos que donaron sus pertenencias a la iglesia. La
familia quedó tan agradecida que ninguno visitó el cementerio jamás, excepto
cuando murieron, que no sólo lo visitaron sino que se quedaron. Ella vivía en
una casa precaria, el deseo de Catalina Aranceles era tener una casa digna,
pero carecía de medios económicos, el último gobierno arrasó con su fortuna.
Decidió hacer una feria americana, con toda la mantelería del recinto. Cuando
se efectuaba el pago del último mantel, lo cobró en Euros, porque estaba hecho
con hilos de seda de gusanos macho. Se presentó el Director de Cementerios,
especialista en nichos, bóvedas y fosas comunes, estas últimas rellenas de
comunistas. –Buenas tardes, Señora Catalina Aranceles, sepa disculpar, pero me
veo obligado a decirle que lo que usted hace está totalmente prohibido-.
Catalina, con voz áspera y mirada de demonio de Tasmania preguntó -¿Quién es el
autor de tal prohibición?-. El Director dijo –Mire, hasta hace poco fue Ley-.
Catalina Aranceles lo quitó del medio con cajas mal templadas. Necesitó la
ayuda de dos mudadores y un constructor para el traslado de objetos, los
ataúdes incluidos.
Las tapas de estos últimos serían las
puertas y las bases, ventanas con alféizar. Al abrir los cajones todos
recularon, dentro de ellos sólo había camisones y camisas. Las almas subieron a
los cielos y dejaron sus indumentarias.
Le pusieron vigas de mármol de Carrara para
que la casa fuera palafita. El techo, Catalina Aranceles, decidió que fuese con
los vitraux de la bóveda. Al constructor y su ayudante les pagó con la venta de
camisones y puntillas.
Concluido el trabajo Catalina Aranceles se
sintió vacía, no le quedaba nada por visitar. Una mañana de septiembre abrió
sus ventanas y montones de periodistas y camarógrafos le preguntaban si podían
entrevistarla y filmarla. –Bueno bueno-. Dijo Catalina –Voy a ver si mi
apretada agenda lo permite-. Tomó un libro de la biblioteca y les pidió que las
entrevistas fueran espaciadas.
El costo de cada visita sería de quinientos
euros y en caso de prensa amarilla de dos mil euros.
Con su primer pago en el corpiño, Catalina
Aranceles miraba el interior de su casa mientras comía un catering de sushi,
salmón, wasabi y puré de papas. Por suerte no había nadie, porque Catalina
Aranceles eructó haciendo resonar la laguna, mientras le dijo a la luna lo
mismo que decía su abuela. Nada se pierde, todo se deforma.