Eran una pareja
llena de secretos conyugales y hacían participar a los que los rodeaban.
Creaban situaciones incómodas para los comensales, que hacían el último brindis
y se marchaban.
Creo que de
ellos aprendí las peores cosas de la pareja. La perversión, la hipocresía y sus
comportamientos. Los conocía desde la adolescencia, denostaban a sus hijos por
tonterías. Con varios amigos y parientes, tomé las distancias pertinentes.
Corté aquellos lazos sin oxígeno. Me llamaban para invitarme a pasear a
cualquier lado. Opté por encerrarme en mi casa. No quise compartir con ellos
ningún lado.
Dejé de
socializar el día que vendí todo el mobiliario, porque me recordaban lo que fue
y ya no era. Compré un somier y un ropero. El Albañil se encargó de achicar
todas las ventanas.
Desconecté el
teléfono, regalé mi celular al hijo del Albañil. La compu la llevé enfrente y a
los cinco minutos ya no estaba. Elegí olvidar el almanaque hasta ignorar si era
sábado o lunes si era Mayo o Septiembre. Aprendí a estar conmigo y a quererme,
como nadie me quiso en la vida.
Dormía a
cualquier hora, a veces despertaba por la noche pensando que era de día.
Contraté un Abogado para que se ocupara de todo lo que del afuera me disgustara.
Mi Sobrina Elizabeth, la más regia, me dejaba regalos en la vereda, los días de
fiesta y en mi cumpleaños, descarada.
Ahora puedo
hablar conmigo todo el día, no me digo nada. Arrepentida de mi silencio, me
confesé que estoy “sola, sola, sola”, repetía regocijándome con mi soledad. Me
abracé a mí misma y fuimos yo y yo, a mirar las flores nuevas