La reina Madre le cortó la cabeza a su hija
con un hacha. No quería velatorio, ni asistir al entierro. Florinda, ama de
llaves del castillo, cocinera, lavandera, cumplía todos los servicios.
Cuando entró al
dormitorio encontró a la niña moribunda y la cabeza de lado. La cosió como pudo
y la cuidó durante su convalecencia.
La reina pasaba
sus noches de fiesta en fiesta, de día dormía. Ignoraba si su hija estaba viva
o muerta. Florinda hizo la parodia del entierro, que dejó tranquilos a los
allegados. La Reina conoció al Príncipe más buen mozo de la comarca, quedo
prendada o prendida. El día que lo tomó del brazo, no lo soltó más. Él se dejó,
como todos los príncipes, era tonto e ingenuo. Durante una ceremonia simulada,
se casaron. La niña criada por Florinda cumplió catorce años, hacía de ayudante
de Florinda todo servicio.
En la habitación
de su madre sólo estaba el Príncipe dormido. Lo miró de pies a cabeza, parecía
una escultura de guerrero viviente.
Se recostó a su
lado, no sin antes apoyar su boca en la del Príncipe, que despertó y la miró
para siempre.
Cuando la Reina
encontró a su Príncipe en adquisición, con la joven todo servicio, lo acusó de
infidelidad, mientras el Príncipe semi-dormido pedía, rogaba que le cortaran la
cabeza a la vieja bruja. Florinda procedió, haciendo que el Príncipe y la niña
se casaran, antes que la Reina, por capricho, despertara.
—¿Qué te parece?—preguntó
al editor.
—No es para niños,
tal vez le gustaría a cualquier grande, pero no sé.

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