He leído los
cuadernos de Cesárea. Revolviendo su pieza, el olor a humedad invadía las
paredes, la mesa de luz, la cama y el ropero. Había una única ventana y entró
la luz del sur con una brisa fría, afuera tanta neblina, que tapaba los
árboles, la bomba y dos perros viejos y flacos, haciendo un caracol abrazado
para darse calor. Un musgo rasante, crecía como enredadera, sobre todos los
muebles.
Sentía sus pasos
subiendo las escaleras, con esa dificultad que hacía doler, porque sólo yo
sabía el sufrimiento de Cesárea, cada vez que se le partía un hueso. Y murió
así, usando una escalera muy alta, para limpiar una telaraña que llegaba al
suelo.
En vida la
visitaba seguido, le llevaba placebos para el dolor de sus piernas, le cambiaba
las vendas y la pobre apenas recordaba mi nombre. Me llamaba con el nombre de
mi Madre. Mucho más chica que Cesárea, se llevaban veinte años o más, mi Abuelo
se acordaba de anotarlas un año más tarde o cinco. En el medio del campo, no
importaba.
Dentro de su
ropero, había un secreter, con una cerradura y ninguna llave, fui hasta la
cocina y tomé un cuchillo de la mesada, me sentí en falta cuando lo hacía, pero
le arranqué la cerradura entera. Encontré varias pilas de cartas atadas con
nudos y flores de espliego. En ese lugar no había humedad, sólo a las florcitas
retorcidas hacía tiempo. Cesárea mantenía relaciones epistolares que escribía
con plumas y tinta violeta.
El nombre del
remitente era Felipe Oviedo y la dirección, el domicilio de su prima, la menor,
cínica e histriónica. Con mi Madre no se hablaban desde chicas. La primer carta
que leí decía: “Querida Cesárea, cuando nazca nuestra hija, la llamaremos
María, que es el nombre de la pureza. Estaré contigo lo más que pueda y los
gastos correrán de mi parte. A mi mujer, nunca le diré nada, es capaz de
atravesar nuestra hija con una sevillana oxidada. No sabés cómo te amo y
privarme de vos, me va matando de a poco. Te extraño mon chéri.
Me pareció una
carta entrañable y me llenó de alegría que los amantes tuvieran una hija,
producto de la pasión. Después leí la respuesta, mucho más austera y despojada
que la anterior: “Querido Felipe mío, tengo que decirte que ya estoy al parir y
quisiera tenerte a mi lado. Quiero que nazca en esta cama, testigo de nuestro
amor. Lo digo sin culpa, porque mi hermana vive odiando a sus propias hijas, a
mi Madre y a mi Padre, tal vez por equivocación, se casó contigo. De mí no te
digo nada, porque vos ya lo sabés…”
Siguieron las
cartas para leer, me pareció un pecado enorme, meterme en un amor tan
complicado, que ni ella, llegada la bebé, que se fue casi de inmediato, sin
poder disfrutarla.
Volví las cartas
al secreter. Le arreglé la cerradura, dejé una historia detrás, que lloré como
si fuera mía. Cuando llegué a la tranquera, era casi de madrugada, seguí
adelante el camino para mi casa, donde yo tuve una hija que se llamaba Cesárea,
eso otorgó fuerza a mi debilidad. Mañana será otro día y con suerte, un día
diferente.