miércoles, 30 de diciembre de 2015

EL CHURRO ENAMORADO

      El viaje se hizo corto gracias a un señor con aspecto de peón de campo. Hacía dedo, nadie lo levantaba. El sol caía perpendicular a su cabeza con boina, los cuarenta grados no lo afectaban, vestía una camisa prístina y bombacha de campo recién planchada.
       -Gracias por el aventón, voy hasta Las Armas y luego a San Bernardo. Me pueden dejar donde quieran, si es otro su destino-.
      Cuando subió al auto se mezcló el olor de Agua Florida, con leche de ordeñe, tierra seca y mate cocido. –A mí me gusta trabajar. Soy viejo y donde haiga trabajo, allí me quedo. A los siete años ya era peón de albañil, vendí diarios, recolecté zapallos, me fui a la Capital y manejé taxis una punta de años, son triste los porteños, donde le subía uno alegre era una fiesta-.
      Tenía voz ronca y la usaba como contando secretos.
      Los sentí como una canción de cuna, me dormí. Andrés lo escuchaba, porque el tipo era un personaje de libro.
      -¿Sabe Don? lo mejor y lo peor que me pasó fue enamorarme. Linda la china, usté viera. Fuimos novios dos años y vio cómo son las mujeres, con perdón de la señora que duerme, se desenamoró. Ella sí, pero yo la seguí queriendo. Largué el taxi, me fui de Bs As cuando ya era todo puro edificio y basura.
       Volví a mi rancho y respiré lindo. Lo arreglé todo mientras hacía quinta. Cada vez que necesitaba un descanso la recordaba. Volvía a los tomates y las lechugas pa que se me fuera el dolor del pecho, vió cómo es. Ahora voy para San Bernardo, tres meses me quedo, tres-. Quedó callado el hombre, hasta que le dije –Qué bueno, tiene tres meses de vacaciones-. Él pensaba, era como si se fuera un ratito. Luego arremetía –Voy a trabajar, hace como veinte años que vendo churros en la playa. Me conocen todos ya y al carro, que dice bien grande “EL CHURRO ENAMORADO”, los churros que hago son perfetos, perdón por mandarme la parte, salen escurridos, azucarados, hecho en aceite nuevo, todo produto noble. A vece paro el carro y miro el mar, el horizonte, no escucho a nadie ni aunque gritonee. Es ella, no me puedo olvidar. Ni quiero. Nadie sabe porqué el nombre que elegí para mi carro, pero la gente me dice “el churro enamorado”. Yo no me muevo, esas ausencias son para ella. Aquí me queda bien-. Se bajó, nos dio su mano callosa, junto con un “Que dios los proteja”. Nos miró partir, como si algo de él hubiera quedado en el auto. Tenía razón.

      

domingo, 13 de diciembre de 2015

MI AMIGO, CASI HERMANO


      -¿Sabés qué me pasa? Imagino los alemanes con bigote angosto y haciendo ¡Heil!, no lo nombro-. Yo sabía que Alemania le iba a abrir la cabeza, más allá de su xenofobia que había bajado decibeles viviendo en Berlín. Era la máxima autoridad en un centro de literatura latinoamericana.
      Rubio, muy alto y se vestía como un alemán perfecto. Cuando nos conocimos encontramos nuestros escritorios demasiado angostos y sacamos los pasajes. Quisimos huir de la miseria, de un país que se hundía a otro donde techo y comida se pagaban con trabajo. Me sorprendió cuando lo escuché hablar en un alemán perfecto. Yo sólo hablaba castellano imperfecto. Aprendí en un curso de seis meses a hablar el idioma, donde recibí honores al finalizar el ciclo.
      Vivíamos en la misma casa, hasta que apareció su novia embarazada. Reclamaron mi cuarto para el bebé. La propuesta era a elegir entre el living ó el garage, ambos lugares para armar mi dormitorio.
     Estuve de acuerdo. Los intercambios con mi amigo cubrían la distancia de nuestra tierra.
     Solía compartir nuestras veladas, la embarazada. Nos venía muy bien para la práctica del idioma. Cuando se ponía pesada, la mandábamos a dormir y seguíamos hablando de nuestras películas predilectas o cualquier otra lechuga. Sentí que era mi hermano, tal vez por ser único hijo. Fui padrino del bebé, le pusieron mi nombre y mi apellido. Esto no lo entendí, pero viniendo de mi casi hermano tuve plena confianza.
       Fue repentino, volví a Bs As. Extrañaba mi almohada, el bar de abajo, charlar con mis viejos amigos, que estaban más viejos que amigos. Los miraba y se veían lejos y borrosos. No había un pensamiento colectivo de esperanzas bien distribuidas.
      Me cansaron las diatribas de ciencia ficción, saqué un pasaje a Alemania y volví a mi antiguo domicilio. Mi amigo jugaba con sus cuatro hijos, todos iguales a él en miniatura, menos uno, que parecía yo cuando era chico.
      Del abrazo pasamos al costo de la casa, él decía haber puesto más que yo. No era cierto, pero no le contesté. Acomodé mi dormitorio en mi dormitorio, a los chicos les armé una cama gigante con todos los almohadones que encontré en el living. Rediseñé el interior de la casa, redecoré el dormitorio de mi amigo. A la alemana se le notaba de qué lado dormía, porque allí estaba hundido y tenía olor a salchicha.
       Ese olor me trajo a la memoria que una noche, de terrible borrachera la gorda me violó sin yo darme cuenta. Salimos a la terraza y preparé a mi amigo, casi hermano, le conté del episodio y el olvido.
      Se mostró afable y perdonavidas. Me saqué un peso de encima, ellos a cambio pusieron al hijo igual a mí, bajo mi custodia. Le vi ojos de perro desamparado y vino a vivir conmigo, a otra casa cercana, para que no perdiera contacto con sus hermanitos cara de chancho con olor a chucrut y su madre, la gorda salchichonga. Con mi amigo, retornamos a nuestras charlas sobre libros, películas, cosas de Argentina y el café de la cortada Tres Sargentos.
      Nos despedimos con un abrazo, me llevaba el niño que tenía hasta mi apellido. Fuimos al Machu-Pichu.

      Desde aquí arriba pienso en mi amigo, casi hermano. La voz de un niño, me reclama.

PRUDENCIO


      Al nuevo lo pusieron enfrente de mi escritorio.
      El tipo resultó ser un dechado de rapidez, inteligencia y eficiencia. Mientras él en tres horas resolvía treinta y dos expedientes, antes de concluir su trabajo, silbaba bajito algún tema conocido que terminaba en ¡¡¡Terminé!!!
      Yo apenas hacía doce expedientes y de seguro estarían cargados de errores. Antes de su llegada dedicaba mi tiempo a leer el diario, tomar cafecitos y dar unas vueltas por el edificio, mirando culitos nuevos. Cuando apareció el dechado no tuve más remedio que trabajar. Aún así, no le podía seguir el tren.
      Los jefes pasaban por su escritorio, lo saludaban con bonhomía, a mí me ignoraban, o algún capotoste me decía con los ojos “No te hagás el piola porque con tu compañero solo, de vos podemos prescindir.
      Yo odiaba las premoniciones, porque tuve ese don, un gran premonizador. No podía quedar sin trabajo. Invité a Prudencio, así era su nombre, a tomar unas cervezas a la salida. Frente a frente, contra la ventana le pedía que me enseñara esa rapidez frenética para resolver una cantidad inusitada de carpetas. Prudencio desplegó sus dotes de maestro, por ejemplo, cómo resolver tres casos en simultáneo y artilugios que eran herramientas de trabajo imprescindibles.
      Comencé con ahínco y logré superar al maestro, resolvía cincuenta expedientes en dos horas y media. Llegó a mis oídos que iban a despedir a uno de nosotros. Sabía que era a mí, por mis malditas premoniciones y por mi currículum de no hacer nada o casi.
      Nos mandaron llamar. Una mesa ovalada y larga, la escenografía era un building de película. En un extremo Prudencio y yo, en la otra cabecera lejana, tres flacos de traje negro y corbatas de seda. Uno de ellos explicó que el “Ministerio de las Ideas” debía reducir el personal. Decidieron por unanimidad que yo ocupara el puesto de Prudencio. Él fue despedido. Hablé con el “Ministro de las Ideas” logré que prescindieran de mis servicios y volvieran a nombrar a Prudencio.
      Salí contento de la reunión, me compré un helado de chocolate, fui al hipódromo, perdí todo, como siempre. Volvía para casa cuando un auto me frena encima, se asoma la cabezota de Prudencio que grita -¡Te conseguí un trabajo, empezás mañana-.
      Le agradecí, nos dimos un abrazo.

      Jamás me gustó laburar. Ahora que tenía la oportunidad de hacer cualquiera, me regala un nombramiento. Yo mañana no me despierto. Voy pasado e invento que se murió mi sobrino, viene bien, es un sobrino que detesto.

sábado, 12 de diciembre de 2015

CENICIENTA


      Las amigas tenían su misma edad, pero con atributos de adolescentes en desarrollo. Pety carecía del formato de las otras, era una tabla por delante y por detrás.
      En las fiestas de quince se agudizaba su malestar. Los padres la vestían como para asistir a misa, traje color azul marino, con un cuello blanco insulso, zoquetes blancos y zapatos chatos. Las amigas vestían con escote, cinturas marcadas, medias transparentes y tacos altos. Los lugares se decoraban con mesas redondas, el sector de baile en medio del salón. Cuando la música comenzaba, los chicos sacaban a bailar a sus amigas, menos a Pety, que planchaba en todos los eventos. Una noche de luna llena un chico la miraba con timidez inmerecida, pensaba Pety. El chico cruzó la pista en una recta perfecta, inclinó su cabeza y preguntó -¿Bailás?-. Ella dijo un sí, inaudible y él la tomó por su inminente cintura. Advirtió que Pety no sabía bailar y le sugirió que se dejara llevar, primero con distancia, luego de varios temas de Los Beatles, el inefable “Yesterday”, unió sus cuerpos angelados. Las amigas la miraban con asombro. Pety bailaba con el más buen mozo de la fiesta, el más codiciado. El encanto se desvaneció a las tres, cuando su padre pasó a retirarla. Peter, así era el nombre del chico, preguntó al padre si no lo dejaba en su casa, quedaba de camino, antes se presentó.
      Subieron al auto, ella lo miraba por el espejo y Peter respondía con sonrisa escondida. No se dio el clásico de ¿a qué escuelas vas?¿cuántos años tenés?¿cómo te llamás? Sólo el silencio y la música los unieron esa noche.
      Luego no lo vio más. Nadie supo más de Peter.
      Ella terminó sus estudios, con la cabeza abierta que da el conocimiento y el cuerpo desarrollado, con lo que hay que tener y algo más. Nunca olvidó aquella noche.
      Pasaron años, Pety asistió a un congreso en Bolonia y lo descubrió mientras Peter exponía. Era él, sin duda, más alto aún, un pope con voz grave, una precisión en el lenguaje que produjo un aplauso cerrado. En la multitud era dificultoso llegar a él. Con un grito descarado lo llamó
-¡Peter!-. La miró como a una perfecta desconocida.
      Pety trató de echar recuerdos en la memoria de Peter. La miró como si le hablara a una demente. Aseguró no conocerla. –No tiene importancia- dijo Pety –de todos modos vuelvo a Argentina hoy-.
      Lo dejó diciendo algo como, -Lindo país Argentina, lástima sus gobiernos, de todas maneras ni se me ocurriría volver-.

      Ella llamó un taxi y se fue sin saludar.

martes, 8 de diciembre de 2015

EL ARROYO


      La terraza austera y humilde como sus habitantes, Jenny y Salvador. Un corral de ovejas hecho con pircas, la casa a la que sumaron madera y piedra. Las festucas crecían por doquier, hasta llegar al arroyo. Nadie sabía de la existencia de aquel arroyo, las aguas emergían de las piedras, daban una vuelta de un kilómetro y volvían al interior de la tierra.
      Les llevó cinco años terminar la casa. Silvia, la amiga hermana de Jenny, iba casi todos los días de fines de semana para ayudar y les pedía a ellos que además de onda le pusieran velocidad. Hablaba como propietaria.
–A fin de año -dijo Silvia- la terminamos, si es que Salvador se puede acostar temprano y madrugar-. Él se puso rojo de ira, la tomó de un brazo y le exigió que no se metiera a organizarle la vida. –Y en todo caso, Jenny sería la encargada de señalar mis faltas, de las cuales estoy seguro no usaría esas palabras y esa tendencia, hundir la autoestima al otro, como si uno, como si uno, bueno ¡Basta!, fuera de esta casa-. Dio un portazo y se fue. Cuando Salvador encontró a Jenny llorando y hablando entre dientes. –Mi mejor amiga, cómo hizo eso con mi mejor amiga...-
      -Escuchame Jenny, es una mujer mala, no puede ser mejor por que ignora al otro. Hoy lo hizo con vos, me faltó el respeto, no le importó un carajo que yo sea tu marido. Sabés lo que necesita tu amiga ¿Sabés lo que necesita urgente...?-
      -Sí ya sé no me lo digas más, -clamaba Jenny hipando- coger, necesita coger-.
      -Y decime vos, cómo va a encontrar alguien si se pasa todo el fin de semana en nuestra casa y en ocasiones todos los días-.
      Salvador antes de conocer a Jenny vivió tres años con Silvia. Ella promovió que se conocieran. Los dejaba solos ante la menor oportunidad.
      Iban al cine, al teatro, a comer, siempre solos. Silvia tenía mucho trabajo, jornadas completas, luego comenzaron los viajes de negocios. Debió hacer uno con una comitiva importante, tardó seis años en volver. Nadie sabía dónde estaba y qué hacía.
      Se fueron a vivir juntos, en carpa y empezaron la construcción. Jenny llevaba y traía carretillas con cemento o leños y se reía de nada. Tal vez porque nunca pensó que todo sería tan diferente a lo de sus padres abandónicos y otras desgracias sucesivas. Apareció Silvia, le consiguió pasar del sector limpieza a secretaria suya. El trabajo se atrasaba pero las historias que contaban de sus vidas auspiciaban una amistad. Silvia entró en la propiedad en el día de San Juan, con una minicooper que clavó los frenos antes de los árboles. Jenny despertó esa mañana con sonidos de risas y agua. Miró por la ventana y allí estaban Salvador y Silvia, en el arroyo, arrojándose piedritas, ella traía una bikini inexistente. Jenny bajó furiosa y le pidió que se fuera para siempre.
      -¡Por favor! ¡No me eches ahora que se estrena mi película! Ustedes son los protagonistas, yo la directora. Van a ser famosos gracias a mí-.
      Hacía cinco años que Silvia los filmaba, sin ellos tener idea, cuando se bañaban desnudos en el arroyo, cuando Salvador protestaba por las comidas, cuando hacían el amor...
      Ahora ambos se unieron en una sola voz para echarla, la tiraron en lo más hondo del arroyo, caminaron bordeando el agua, vieron el cuerpo pasar y corrieron hasta el fin del arroyo, la arrastraba a su final, Silvia entraba a la tierra.
     Como era el día de San Juan, llevaron la minicooper al lugar más árido y le prendieron fuego a medianoche.

     -Silvia no sabía nadar- Cantaba Salvador con su guitarra –Silvia no sabía nadar- y terminaba en –Ni nada-. Jenny aplaudía como una niña.

martes, 1 de diciembre de 2015

SIN SEÑAL


      -Pedro ¿Vamos a probar la moto?-. Lo vio tan grande sobre su moto negra, con costados de ala de cisne, como los coches fúnebres antiguos, las gomas anchas, equivalentes a dos gomas de auto sumadas.
      Fredy era lo más parecido a un esqueleto. Indeciso con la propuesta de “probar la moto”. Los amigos cargaron sus mochilas sólo con sus mallas y los documentos personales y de la moto.
      Tomaron la ruta despacio, se daba que el viento les venía de atrás, tentaba ganarle y la velocidad aumentó. Parecía volar.
      Es literal, para esquivar pozos la moto se elevaba y caía al otro lado, donde la suspensión de la moto se hacía suave y placentera.
      Llegaron al mar. El viaje de sol en la espalda, cuatrocientos km, ameritaba tomar un buen baño de olas. No había nadie, un cartel torcido que decía “Lugar para acampar” y una caseta de madera, con un señor que dormitaba afuera, tras la puerta reinaba la oscuridad. Pedro, que tiene la voz más grave, le preguntó si podía dejar la moto allí, el tipo levantó la cabeza y lo miró con un ojo entornado
–Déjela donde quiera, nunca viene nadie y menos en este mes-. La moto quedó de pie mirando el horizonte, las mochilas a los costados y rompiendo olas y luego nadando hasta agotarse, decidieron volver, caminaron por la arena y estaba la caseta del viejo, sin el viejo, sin la moto, sin las mochilas. Fueron hasta un puesto policial que habían visto a la ida.
        Salió un comisario en musculosa y pantalón guerrillero. Tenía un olor a vino que no entendía el relato, sólo dijo –No hay señal y aunque haiga no la sé manejar-. Caminaron por la banquina, los pararon tres veces autos policiales, les relataron cómo les habían robado y los kilómetros que faltaban todavía.
      Uno del auto salió para decir que no había señal. El más gordo lamentó no ir en esa dirección y agregó –¡Qué hijo de puta el que les afanó!-.

      Cuando llegaron, sus pies estaban en carne muerta. Fredy lamentaba su parrilla plegable y el cacho de asado para comer, al lado del mar.