Al nuevo lo pusieron enfrente de mi
escritorio.
El tipo resultó ser un dechado de
rapidez, inteligencia y eficiencia. Mientras él en tres horas resolvía treinta
y dos expedientes, antes de concluir su trabajo, silbaba bajito algún tema
conocido que terminaba en ¡¡¡Terminé!!!
Yo apenas hacía doce expedientes y de
seguro estarían cargados de errores. Antes de su llegada dedicaba mi tiempo a
leer el diario, tomar cafecitos y dar unas vueltas por el edificio, mirando
culitos nuevos. Cuando apareció el dechado no tuve más remedio que trabajar. Aún
así, no le podía seguir el tren.
Los jefes pasaban por su escritorio, lo
saludaban con bonhomía, a mí me ignoraban, o algún capotoste me decía con los
ojos “No te hagás el piola porque con tu compañero solo, de vos podemos
prescindir.
Yo odiaba las premoniciones, porque tuve
ese don, un gran premonizador. No podía quedar sin trabajo. Invité a Prudencio,
así era su nombre, a tomar unas cervezas a la salida. Frente a frente, contra
la ventana le pedía que me enseñara esa rapidez frenética para resolver una
cantidad inusitada de carpetas. Prudencio desplegó sus dotes de maestro, por
ejemplo, cómo resolver tres casos en simultáneo y artilugios que eran
herramientas de trabajo imprescindibles.
Comencé con ahínco y logré superar al
maestro, resolvía cincuenta expedientes en dos horas y media. Llegó a mis oídos
que iban a despedir a uno de nosotros. Sabía que era a mí, por mis malditas
premoniciones y por mi currículum de no hacer nada o casi.
Nos mandaron llamar. Una mesa ovalada y
larga, la escenografía era un building de película. En un extremo Prudencio y
yo, en la otra cabecera lejana, tres flacos de traje negro y corbatas de seda. Uno
de ellos explicó que el “Ministerio de las Ideas” debía reducir el personal. Decidieron
por unanimidad que yo ocupara el puesto de Prudencio. Él fue despedido. Hablé con
el “Ministro de las Ideas” logré que prescindieran de mis servicios y volvieran
a nombrar a Prudencio.
Salí contento de la reunión, me compré un
helado de chocolate, fui al hipódromo, perdí todo, como siempre. Volvía para
casa cuando un auto me frena encima, se asoma la cabezota de Prudencio que
grita -¡Te conseguí un trabajo, empezás mañana-.
Le agradecí, nos dimos un abrazo.
Jamás me gustó laburar. Ahora que tenía
la oportunidad de hacer cualquiera, me regala un nombramiento. Yo mañana no me
despierto. Voy pasado e invento que se murió mi sobrino, viene bien, es un
sobrino que detesto.

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