domingo, 13 de diciembre de 2015

PRUDENCIO


      Al nuevo lo pusieron enfrente de mi escritorio.
      El tipo resultó ser un dechado de rapidez, inteligencia y eficiencia. Mientras él en tres horas resolvía treinta y dos expedientes, antes de concluir su trabajo, silbaba bajito algún tema conocido que terminaba en ¡¡¡Terminé!!!
      Yo apenas hacía doce expedientes y de seguro estarían cargados de errores. Antes de su llegada dedicaba mi tiempo a leer el diario, tomar cafecitos y dar unas vueltas por el edificio, mirando culitos nuevos. Cuando apareció el dechado no tuve más remedio que trabajar. Aún así, no le podía seguir el tren.
      Los jefes pasaban por su escritorio, lo saludaban con bonhomía, a mí me ignoraban, o algún capotoste me decía con los ojos “No te hagás el piola porque con tu compañero solo, de vos podemos prescindir.
      Yo odiaba las premoniciones, porque tuve ese don, un gran premonizador. No podía quedar sin trabajo. Invité a Prudencio, así era su nombre, a tomar unas cervezas a la salida. Frente a frente, contra la ventana le pedía que me enseñara esa rapidez frenética para resolver una cantidad inusitada de carpetas. Prudencio desplegó sus dotes de maestro, por ejemplo, cómo resolver tres casos en simultáneo y artilugios que eran herramientas de trabajo imprescindibles.
      Comencé con ahínco y logré superar al maestro, resolvía cincuenta expedientes en dos horas y media. Llegó a mis oídos que iban a despedir a uno de nosotros. Sabía que era a mí, por mis malditas premoniciones y por mi currículum de no hacer nada o casi.
      Nos mandaron llamar. Una mesa ovalada y larga, la escenografía era un building de película. En un extremo Prudencio y yo, en la otra cabecera lejana, tres flacos de traje negro y corbatas de seda. Uno de ellos explicó que el “Ministerio de las Ideas” debía reducir el personal. Decidieron por unanimidad que yo ocupara el puesto de Prudencio. Él fue despedido. Hablé con el “Ministro de las Ideas” logré que prescindieran de mis servicios y volvieran a nombrar a Prudencio.
      Salí contento de la reunión, me compré un helado de chocolate, fui al hipódromo, perdí todo, como siempre. Volvía para casa cuando un auto me frena encima, se asoma la cabezota de Prudencio que grita -¡Te conseguí un trabajo, empezás mañana-.
      Le agradecí, nos dimos un abrazo.

      Jamás me gustó laburar. Ahora que tenía la oportunidad de hacer cualquiera, me regala un nombramiento. Yo mañana no me despierto. Voy pasado e invento que se murió mi sobrino, viene bien, es un sobrino que detesto.

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