Tenía pánico que se rompieran mis anteojos,
quise pedir un turno por celular y el de la Clínica de Ojos estaba saturado.
Tantos días encerrados por temor a los contagios, al bajar las estadísticas,
hoy lunes decidieron salir a la calle en amargo montón.
Fui caminado con lluvia y viento a sacar mi
turno personalmente. Recién me dieron para el veinticuatro de Octubre. Si se me
rompen los anteojos, no puedo seguir escribiendo mis acostumbrados cuentos
diarios y con los de ver de lejos, me divorcio de las magníficas películas o
series pedorras de HBO o Netflix, es el bálsamo con el que despido el día.
Di unas vueltas a mi plaza arbolada y
encontré un galgo gris alto y con cara de sufrido. Detrás venía el Dueño y me
contó cómo fue. Vivían en el campo, tenían un rottweiler que de viejo se murió.
Una madrugada escucharon aullidos que parecían decir: socorro.
─Papá, ─dijo la Hija─ es un perro que está
sufriendo, lo tenemos que ir a buscar.
─Pero mirá que llueve y nos va a entrar
barro en las botas.
Llegaron justo, el perro se había enredado
en una soga y no podía respirar. La Hija con mucha habilidad, desató los nudos
que rodeaban su garganta. El perro, con agradecimiento, los miró y les daba
hocicazos en las caras.
El galgo estaba atado con quince metros de
soga, la cortaron con una bigornia. El Padre lo llevó en brazos hasta su casa.
Le dieron tres baños para sacarle el barro que tenía incrustado en todas
partes. Cuando lo secaron, descubrieron sus heridas, hechas con intención,
hasta le faltaba un pedazo de su orejita colgante, que la Hija cosió. Luego le
echaron medicina campera y durmió con ella. El Padre lo llevaba al Pueblo, para
que conociera algo diferente. Caminaba pegado a las piernas de su amo. No quise
molestarlo, él se acercó a mí y me daba hocicazos en la cara. Tenía una postura
cuando se sentaba, recta y distinguida. Le pregunté cuál era el nombre del
galgo agrisado:
─Se llama Barroso.
Cuando nos despedimos le grité:
─¡Chau Barroso!
Y movió su orejita reparada.