Mi hermana Marga recibía por lo menos diez
llamadas por día. Era popular en el Colegio, en el Británico y tenis, lo mejor
que hacía, ganaba premios y todo. De lata, pero premios al fin.
Cuando le dieron la Beca a Londres, no le
quiso contar a nadie de su partida. Le iban a pedir que les trajeran raquetas y
pelotitas. A mí me pareció tan pijotera, como que me dio bronca darme cuenta
que a la única persona que quería era a sí misma. Los demás, cartel pintado.
Aproveché su ausencia para atender todos los
llamados. Tengo ocho años y conservo esta voz de niño idiota, casi idéntica a
la de Marga. El primer chico que la llamaba lo atendía yo, hablaba como adentro
de un placard.
─¿Marga?, te reconocí por la voz, ¿la
pasaste bien anoche?
─¿Vos decís por la película que vimos?
─No, te lo pregunto por todo lo demás, los
cuerpos unidos. No me cuentes la última parte de la peli, que me la perdí
porque vos solicitabas: “¡más, más!” y me tapabas la pantalla.
Yo no entiendo mucho de lo que dicen, me
apresuré y corté. Los llamados se repitieron, yo trataba de hablar finito, como
Marga, pero me estaba cambiando la voz. Atender diez llamados por día y todos
hablando sobre lo mismo, calcado. No había diferencias entre lo que Marga había
hecho con todos. Me dio vergüenza por ella, me puse colorado y le conté a mi
Mamá. Qué fanática en el amor que me tenía, porque para ella fui una sorpresa
que naciera un bebé diez años después de Marga.
La fuimos a buscar al Aeropuerto, pero no la
reconocimos. Se había teñido el pelo de rojo, amarillo y fucsia. Tenía un
vestido tan ajustado que parecía un corta culo. Marga corrió hacia nosotros y
nos abrazó. A mí me correspondió de ella, una sola palabra:
─¡Forro!

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