Es el mediodía,
es la hora que hay menos gente, le pegunté a un Policía, si había que ir en
ayunas, dijo: “No”, con cara de Policía. El pasillo estaba custodiado por el
Ejército en traje de desfile patricio, galera negra con una pluma roja, sacos azules,
pantalón blanco y banderas flameantes representando todos los partidos. Había
ventiladores para que flamearan las banderas. Las mesas eran de caoba y en vez
de cajas, urnas funerarias, talladas a mano, con una pequeña raja al costado,
el Presidente de mesa y sus secuaces, vestían con smoking y las mujeres de
largo, con escotes depravados. Me tomaron el número de documento y como decía
el protocolo, el sobre vacío con membretes negros y velcro, para cerrarlo.
Cuando entré al
cuarto oscuro, cerré la puerta y estaba todo negro, mi cuerpo se puso todo
negro, ni las manos de cerca podía mirar, me dieron vahídos, perdí la noción de
techo, piso y paredes.
Me sentí como
Alicia en el País de las Pesadillas. Me dejé llevar, quién sabe dónde. Las boletas
eran como los murciélagos, me rozaban y volaban. Cacé una en el aire y la metí
en el sobre, que por suerte tenía apretado en mi mano. Metí una boleta tomada
al azar y cerré con el velcro. Encontré un picaporte, tenía una lucecita roja y
un cartel luminoso, con letra de imprenta, que decía “Salida”.
Un Señor,
vestido de funerario: —Permita usted el sobre, que lo introduzco en la caja.
No era mi sobre,
era otro. Yo lo único que deseaba, era irme rápido, un hombre con rostro de
Diablo y cuernos de vaca muerta, me abrió los portones del Cementerio. Llegué a
mi cajón, de memoria.
Estaba cansada,
antes de volver al sueño eterno, pensé: ¿para qué despertar a los muertos, para
ejercer el derecho de todo ciudadano? Si yo, ya no existo.