Un ángel bajó
del cielo o de Necochea, no se sabe bien. En vez de saludar con las manos,
saludaba con las alas. Era virgen, se le notaba en los ojos, siempre mirando al
cielo. Vivía con Uma, una perra grande y tan cuidadosa, que logró echar a Luna,
una gata impertinente.
Tenía un novio
que trabajaba en el mismo lugar que ella, pero la jornada de ella era de doce
horas y la de él también, una de ocho a ocho y otra de ocho a dieciocho, al no
encontrarse nunca, Cielo siguió el camino de la virginidad. Ella atendía con
bonhomía a todos los clientes por igual, les tenía enorme paciencia a los
viejitos y a los niñitos también. Le sobraba inteligencia, sabía que las Madres
tuvieron aquellos niños, para darle el gusto al cuerpo. A Cielo le parecía, que
las pobres criaturas eran huérfanas por autonomasia.
La mañana de la
atmósfera blanca, donde nadie circulaba por el efecto visual, de la soledad
absoluta de todo ser o cosa viviente. Una luz vertical daba sobre la figura de Cielito,
tras mostrador. Primera en arribar al trabajo, con los codos apoyados y las
manos cruzadas bajo el mentón. Las alas reposaban tranquilas, abrigando su
espalda, era un jueves veintiuno de Junio y hacía tanto frío, que los
termómetros se partían.
Un extraño de
túnica azul, bordada de estrellas, pies descalzos y un kipá de terciopelo rojo,
dijo algún secreto al oído de Cielito, abrió sus alas mientras él le tomaba sus
manos, las puertas se abrieron solas (y eso que tenían triple llave). Él
desplegó unas alas blancas níveas, salieron caminado y exhalaban un calor que despejaba
la neblina.
Al cruzar la
Avenida, tomaron vuelo abrazados y sus cuatro alas llegaron al sol, que los
recibió con tazas de leche tibia y rodajas de pan de campo.
Se casaron en
Diciembre.

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