El Castillo fue cincelado
en piedras gigantes que estaban tal vez de una era anterior. Se trabajó durante
cuarenta años con trescientos obreros venidos de todos los lugares del mundo.
La idea la brindó la Naturaleza, había sectores ya horadados como ventanas al
cielo o al mar.
Las olas,
caballos briosos, se estrellaban en el subsuelo del Castillo, previsto para las
mareas altas, ideal para macromasajes, donde los ofendidos eran arrojados sobre
las piedras. —Éstos son baños, no las pijoteras bañeras citadinas.
Fueron tres
generaciones que vivieron en el Castillo. Los primeros, elegantes, con trajes
de baño que les cubrían todo el cuerpo. Para comer, vestidos largos y joyas
refulgentes, falsas, las verdaderas estaban en el Banco. Los camisones, sin
escotes, sus únicos adornos eran un tajo adelante y otro atrás, para pecar sin
placer. Aunque todos terminaban con la ropa de dormir, hecha girones. Se lo
atribuían a las polillas marinas, hambrientas como ballenas.
El dueño
primigenio, se dedicaba al soborno, para las comodidades que brindaba el lugar.
Entraba a los dormitorios y sin preguntar, abusaba de las mujeres. Neptuno, así
lo llamaban, no dejaba títere con cabeza, a los hombres también, si sus mujeres
resultaban frígidas. Era un tipo educado, culto y respetuoso. Jamás entraba a
las habitaciones de los niños.
Contrató una
Institutriz francesa para los chicos, que les diera clases de cualquier tema.
Ninguno hablaba en francés y la mujer lo hacía a velocidades inusitadas.
Neptuno la echó al mar, era su lugar de nacimiento, él sabía por qué puerta
debía desaparecer.
Los chicos
extrañaron las piernas perfectas de la francesa, que les permitía acariciarlas
bajo mantel. En ocasiones gemía y pedía plus. La materia la tituló “Anatomía
manual, sólo para varones.”
La Segunda Generación
la dirigía Iemanjá, al cual los niños interpretaron como “Ché manyá” y se
comían todo. Los adultos hacían fiestas semanales donde se bailaba el chotis y
asomaba el charleston. Iemanjá le tenía ojeriza a una nuera argentina que los
introdujo en el tango, danza pecaminosa para Iemanjá. La nuera le enseñó cómo
hacerlo. Al rey del mar le pareció el baile más sensual que conociera. Deslizó en
el oído de la nuera: —Estos argentinos son unos vivillos, franelean encubriendo
con música nostálgica.
Durante las
mareas altas, todas las familias se daban macromasajes, desnudos. Desató venganzas
estilo: —Uy, me confundí, ésta no es mi mujer.
Después nacían
niños, parecidos a vaya a saber qué pariente o a lo mejor un invitado. Todos
fingían muy bien, esas menudencias no desataban escándalos.
La Tercera Generación
ocupaba las torres del Castillo, para: “Tomala vos, dámela a mí”. El touch and
go era un acontecer diario. No había que sorprenderse si había alguna fumando
un porro en alguna torre y alguien hacía, bueno, algo en su parte trasera, el
tipo desaparecía de inmediato. La Ella quedaba encantada, el porro la hacía
subir más alto todavía. No se explicaba por qué.
Era gente
precavida, todos usaban píldoras anticonceptivas y los hombres profilácticos.
Esta generación
fue la última, no hubo descendencia. El Castillo quedó vacío y el mar lo ocupó
todo, hasta hacerlo desaparecer.