martes, 6 de febrero de 2018

PERTO DO MAR TUDO É FELIZ


   El Castillo fue cincelado en piedras gigantes que estaban tal vez de una era anterior. Se trabajó durante cuarenta años con trescientos obreros venidos de todos los lugares del mundo. La idea la brindó la Naturaleza, había sectores ya horadados como ventanas al cielo o al mar.
   Las olas, caballos briosos, se estrellaban en el subsuelo del Castillo, previsto para las mareas altas, ideal para macromasajes, donde los ofendidos eran arrojados sobre las piedras. —Éstos son baños, no las  pijoteras bañeras citadinas.
   Fueron tres generaciones que vivieron en el Castillo. Los primeros, elegantes, con trajes de baño que les cubrían todo el cuerpo. Para comer, vestidos largos y joyas refulgentes, falsas, las verdaderas estaban en el Banco. Los camisones, sin escotes, sus únicos adornos eran un tajo adelante y otro atrás, para pecar sin placer. Aunque todos terminaban con la ropa de dormir, hecha girones. Se lo atribuían a las polillas marinas, hambrientas como ballenas.
   El dueño primigenio, se dedicaba al soborno, para las comodidades que brindaba el lugar. Entraba a los dormitorios y sin preguntar, abusaba de las mujeres. Neptuno, así lo llamaban, no dejaba títere con cabeza, a los hombres también, si sus mujeres resultaban frígidas. Era un tipo educado, culto y respetuoso. Jamás entraba a las habitaciones de los niños.
   Contrató una Institutriz francesa para los chicos, que les diera clases de cualquier tema. Ninguno hablaba en francés y la mujer lo hacía a velocidades inusitadas. Neptuno la echó al mar, era su lugar de nacimiento, él sabía por qué puerta debía desaparecer.
   Los chicos extrañaron las piernas perfectas de la francesa, que les permitía acariciarlas bajo mantel. En ocasiones gemía y pedía plus. La materia la tituló “Anatomía manual, sólo para varones.”
  
   La Segunda Generación la dirigía Iemanjá, al cual los niños interpretaron como “Ché manyá” y se comían todo. Los adultos hacían fiestas semanales donde se bailaba el chotis y asomaba el charleston. Iemanjá le tenía ojeriza a una nuera argentina que los introdujo en el tango, danza pecaminosa para Iemanjá. La nuera le enseñó cómo hacerlo. Al rey del mar le pareció el baile más sensual que conociera. Deslizó en el oído de la nuera: —Estos argentinos son unos vivillos, franelean encubriendo con música nostálgica.
   Durante las mareas altas, todas las familias se daban macromasajes, desnudos. Desató venganzas estilo: —Uy, me confundí, ésta no es mi mujer.
   Después nacían niños, parecidos a vaya a saber qué pariente o a lo mejor un invitado. Todos fingían muy bien, esas menudencias no desataban escándalos.

   La Tercera Generación ocupaba las torres del Castillo, para: “Tomala vos, dámela a mí”. El touch and go era un acontecer diario. No había que sorprenderse si había alguna fumando un porro en alguna torre y alguien hacía, bueno, algo en su parte trasera, el tipo desaparecía de inmediato. La Ella quedaba encantada, el porro la hacía subir más alto todavía. No se explicaba por qué.
   Era gente precavida, todos usaban píldoras anticonceptivas y los hombres profilácticos.
   Esta generación fue la última, no hubo descendencia. El Castillo quedó vacío y el mar lo ocupó todo, hasta hacerlo desaparecer.
                                                 

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