Estoy muerta,
muerta de muerte mortal.
Volví a pie,
vendí el auto, mi último recurso. Las bolsas del super no pesaban, pude caminar
treinta cuadras. Luego comenzaron a deslizarse. Se hicieron agujeros por donde
rodaban productos, me dio vértigo y caí muerta de odio en la vereda. Estaba
extenuada. Unos chicos juntaron lo que
había perdido. Otro me levantó e indicaba cómo lograr equilibrio en el cuerpo,
llegué a la vertical.
El chico se
equivocó, mis manos apoyaban en la calle, mi cabeza no entendía por qué el
mundo había cambiado, tenía los pies en el cielo. El chico, obcecado, me hizo
caminar con las manos y encima acotaba: —Primero una manita, ¡Muy bien!, ahora
la otra. Te acompaño en la vertical.
Faltaba media
cuadra y el chico iba cinco cuadras más adelante. Cuando llegué a la puerta de
casa me resultó imposible salir de la vertical, por querer poner la llave me
derrumbé hacia atrás. Golpeé mi cabeza contra la reja. Sentí dolores tan
agudos, quedé tiesa. Cuando llegó mi hijo del colegio le dio risa mi postura,
tenía una pierna mirando al norte y la otra al sur. En el brazo izquierdo las
llaves pegadas a un sorete de perro y en el derecho, pedazos de: papel de
caramelo, bolsas vacías, una botella aplastada, chicles. Enmudecí del asco. Mi
hijo se tiró a mi lado.
—Por fin encuentro
la situación adecuada para hablar con vos, mami, siempre tan ocupada que nunca
me escuchás, ahora es diferente, te veo re tranqui y confieso.
Yo pensaba cómo
tenía un hijo tan idiota que ni se le ocurría pedir una ambulancia.
—Mami, me caso
con una chica divorciada, con cuatro hijos, así que los nietos te vienen ya
hechos. Mi segunda confesión es que la compra de tu auto, la hice yo, con
aquellos ahorros que no encontrabas ¡gracias! Tu generosidad no reconoce
horizontes. ¡Aaah! Me siento aliviado ¿Te podés correr un poquito? Voy a buscar
mi equipo de gimnasio.

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