Se dejaron de
tocar, oler, escuchar, percibir lo que de la naturaleza viniera. A nadie le
resultaba interesante perderse con inquietud de adrenalina y la sorpresa
victoriosa de encontrarse. Inventaron unos aparatos con la sigla gps que
indicaban dónde uno se encontraba y se podía confiar en el destino con sólo
leer en el engendro. Si uno equivocaba camino, el gps indicaba alternativas ¿El
trabajo esclavo no le permitía encontrar a su amigo, novia o pariente? El
inefable celular lo comunicaba y en tres minutos se resolvía el tiempo de la
vida, otrora montado en la casualidad o en la responsabilidad contraída con
anterioridad.
Basta de libros
con hojas escritas y la terrible gestión de terminar una hoja y dar vuelta la
página. Aparecieron unos aparatos con letra impresa, sin hojas, sin luces
hirientes, con apenas digitar se pasaba a la imagen siguiente, equivalente a la
continuación de la tecnolectura. Casi todo devino de la invención computadora,
aparato que encerraba desde todo el conocimiento del mundo, hasta el placer
producido por sexo explícito, que el usuario completaba con los deditos.
Aparecieron con anterioridad aparatos vibratorios, crecientes en apticidad para
orgasmos solitarios o en grupos. La belleza exterior negaba con elementos
invasivos, agresivos y cruentos la entrada en la vejez. El culto del cuerpo
reemplazó con inmediatez al hombre culto. A nadie interesaba una persona
lectora o cinéfila o humanista de pensamiento propio.
No importaban
los árboles ni las pasturas, ni la tierra. Nada como el cemento, el acero y el
anonimato igualitario de los muebles blancos en ele, las cocinas quirófanos y
las columnas dóricas reproducidas con caños de materiales de insolente
hibridez.
Las ideologías
sucumbieron con sus hermanas, las ideas. La historia anterior, sin neuronas,
proyectó resortes de privilegio en playas rodeadas de fosas comunes que nadie
recordaba.
No estaba de
moda reproducirse. Cerraron todos los bancos de esperma. Un tsunami de úteros
extraídos con rayos laser dejó al mundo en estanbai. Quedó poca gente. Cayeron
en depresiones morbosas, todos resolvieron pasar a mejor vida con unos aparatos
llamados queped, que sin dolor alguno y con sólo una mirada, suicidaban.
Sobrevivimos unos
amigos y yo. Teníamos toda la tierra para nosotros solitos. Nos aburrimos tanto
que, desesperados, buscábamos si quedaban queped para cortarla de una vez.

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