A mi Auditor no
le gustó el cuento del ascenso al Everest, donde yo llegaba a la cima. Justo
él, que es incapaz de trepar un médano de arena. “Ver el mundo desde esas
alturas hacía comprender que uno era una mosquita y el resto, tanta maravilla,
que hasta una mosquita podía sobrevivir.”
El Auditor
fruncía la cara en señal de desagrado. Lo odié porque mi deber era escribir un
cuento por día y a media noche subirlo a mi blog. Me pareció ingrato de su
parte, nadie ganaba echando palabras que usaría quien las necesitara, dijo el
Cartero Massimo Troisi. Engañarme a mí misma no me cayó nunca. Sabía que casi
todos los cuentos no eran buenos. Pero algunos pocos sí.
Una noche, el
muy bastardo, me ofreció su escritorio que a su obra le resultaba fuente
inspiradora, para escribir algo como la gente, siendo que para mí, las gentes
eran especímenes de cuidado. Trabajé
hasta el amanecer, hice un recreo merecido y revisé la literatura escrita por
mi Auditor. Viejo mentiroso explotador. Había cosas mías copiadas textualmente.
Partí furiosa, no sin antes vomitarle hasta el pobre gato. 
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