El día de ir al
supermercado me pone de mal humor, gastar en productos que desaparecen en el
estómago y se apropian de mis ingresos miserables, que poco a poco me hacen
perder las mínimas conductas sociales. El listado no cabía en una canasta,
necesitaba un carro, no quedaban. Tomé el único, con una silla de niño. Se
abalanzaron cajeros, gente de seguridad, consumidores y gritaron: —¡Esos carros son para niños!
Les contesté que
no había otra posibilidad y el carro servía para transportar mi angina, gripe,
fiebres y mareos. Los impíos me lo arrancaron de las manos, como si de Cristo
se tratara.
Puse tres
canastos en el piso y cargaba lo necesario empujando con los pies. Llevo
anotado para no excederme en nada. En la verdulería encontré un zapallo
redondo, cuando voy a cargarlo se me hundió un dedo, lo cambié por otro y se
hundieron cinco dedos. Los melones refulgían, tomé uno y mi mano entera cupo en
unos de sus polos. La espinaca era lo más parecido a la angustia. Llevé papas
de difícil pelar, con protuberancias, nunca como papas. Puse perejil triste y
dos zanahorias sin rigidez. Para un pucherito daba. Panadería, panes de
semillas no quedaban, dijo con satisfacción la gorda amable.
Cuando sentí un
carro que se me venía encima, con un bebé gordo “mucho pan”, él me incrustó un
helado en la cara. Lo tomé de los rulitos y lo senté en la góndola más fría. La
vieja, de espaldas, ni bola.
El súper,
provisto de cosas viejas, caras y marcas pedorras. Me llevaron a la caja con tres tristes canastos, empujados
por carros impetuosos.
La cajera pedía
socorro, porque el choque fue múltiple, me escurrí entre tanta porquería y con
un secador limpiapiso “molesta consumidor”, barrí todo el contenido de los carros,
las cajas, con sus cajeras ineptas. Les hice mierda todas las cámaras de video
y me fui cantando a casa.
No gasté un
mango. Me pareció súper barato.

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