Fui a comprar
alimentos para ese día. No me alcanzó, dejé varios productos.
No digan que no
es para putear, o protestar, o tirarse de los pelos. Nadie dice nada, como
ovejas obedientes. Llego a casa y escucho: —¿Qué hay de comer?
Él, recostado, con los ojos rojos de mirar televisión, el Buey sólo, bien se cocina.
Otra noche en el
piringundín, trabajando de puta con viejos desagradables. Un agotamiento que
tapaba con anfetaminas y así iba a dar clase a la escuela, por la mañana.
El Buey no sabe,
piensa que soy inspectora de la Biblioteca Nacional, lugar donde se trabaja por
las noches. Hace mucho que dejé de importarle. A mí me parece que él no me
importa desde antes de conocerlo. Lo dejaron cesante y fue traumático, los
chichones se curan, el Buey parecía cesante del mundo. Es extraña la mutación
de las personas, la falta de dinero para cosas elementales, hace que uno tenga
la cabeza ocupada con números. No quiero caer en ese pozo, sin futuro ni
presente, ni marido. Hay personas resistentes, admirable.
Me queda cero
pila, o me voy o me mato.
Elijo lo
primero, conocer lugares nuevos, personas diferentes, que todavía sueñen con
saltar lejos. Cuatro baldosas flojas me mojaron zapatillas y medias. Entro en
casa y huelo cazuela, la mesa tendida con los platos de salir y un candelabro
al medio. El Buey me quitó el abrigo, secó mis pies y dio la gran noticia,
consiguió trabajo.
Abandoné mi
proyecto de partir.
El Buey es
bueno, aunque lo del laburo sea mentira.

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