lunes, 28 de julio de 2014

MY GOD

Caminaba por la calle Paraguay, una mañana de sol angelado, sin rumbo. Cuando siento alitas en los pies no me gustan los destinos destinados. En sentido contrario tropiezo con Borges y sus fucking seguidores, escuchando palabras de Yoryi, bastante ininteligibles ya en esos tiempos. Tampoco estaba tan ciego, a pesar de su bastón made in England. Como el bastón se interpuso entre mi mocasín y la baldosa rota, le lancé un Excuse me, my God. Él apartó a sus fucking seguidores como moscas y me invitó a tomar un café al Richmond de Florida. Un Lord o un Sir no hubiera sido mejor recibido. El mozo me miró con cara de Y ésta quien es. Tenía el ruedo del uniforme descosido, la corbata torcida, el pelo pidiendo shampoo a gritos y los botoncitos de la camisa no existían. Le pregunté con descaro púber si podía tomar café con un tostado, él asintió risueño. Con la boca llena le convidé la mitad de mi tostado, él aceptó. Con una mano inefable sacó mi trenza, que por la emoción se había sumergido en el cafecito. Hablaba con pausas que aproveché para contarle que odiaba el colegio y estudiar inglés. Hizo una sonrisa de medialuna que me dio hambre. Él adivinó mi deseo y le pidió al mozo una medialuna. Nos fuimos sin pagar, me encantó.

      Lo acompañé hasta su casa, total me había hecho la rata. Salió alguien que le abrió la puerta del austero edificio y le extendí mi mano enmelada con sumo placer y encanto y la más fina voluntad. Me dio las gracias por mi compañía. Cuando llegué a lo de mi abuela le conté que en la escuela habíamos leído un cuento de Borges  y que no entendí un carajo. Me lavó la boca por decir carajo.

      Este episodio de mi vida se lo conté a mi padre, a mi madre, a mis hermanos, a mis tíos, a mis amigos. Nadie me creyó jamás.
      Todos diosificaban al escritor aburrido y complicado.

       Pasaron muchos años, llevo en mi corazón aquella mañana de sol tibio y lamento no haberle dicho que escribir no era lo suyo. 

domingo, 20 de julio de 2014

BAJO LA ALFOMBRA

        Era un tipo tan pintón el hermano de mi padre, hacía perder la cabeza a cualquier mujer. Se casó con Maru y tuvieron dos hijos. Ella lloraba bajo la ducha, la infidelidad compulsiva de Felipe. Atribuyeron su deceso a los engaños de mi tío. Cuando quedó viudo se consiguió una novia judía; vos en tu casa y yo en la mía. Nació un hijo igual a mi abuelo José Felipe, bajo de estatura y ojos arábigos de pestañas tristes. Logré tres primos, Luis, Vicente y Diego. Me gustó ser la única mujer entre todos. Mi tío no soportó su deterioro físico junto a la ausencia de seducción. Se quitó la vida, con un arcabuz oxidado, en el campo que compartía con mi padre.

      Yo soy medio judío, esa mitad no la soportan mis dos hermanos. Era muy chico cuando mi vieja se presentó a pedir mis derechos al pedazo de tierra, que me correspondía. En la adolescencia recibí un dinero de la venta del campo. Un pedazo del amor de mi padre, arrebatado por decisión de mi idishe mame.
      Hola Vicente, llamo para decir que voy un par de días, necesito hablar con vos ¿puedo?

      Yo que le iba a decir ¿Qué no? Contesté que lo esperaba con alegría. Es un hermano impuesto, cosas de mi viejo. Igual lo quiero. Seguro que me pregunta cómo fue. Él no sabe nada, la judía le inventó un accidente de auto. Apareció en la puerta de la cocina, donde, bue, ahí.
      Nos dimos un abrazo y al tercer mate preguntó. Diego, fue como te dijo tu vieja, no sé en qué kilómetro, lejos, eso sí, lejos. No quise ver. Lo que dejó de estar no es ¿me entendés? Quiso dormir en la habitación del viejo. Al amanecer se metió entre los girasoles y los besaba. Partió sin desayunar, blanco y ojeroso.


      Saqué mi pasaporte y ahí me enteré, hubiera preferido que Vicente me contara, o Luis o mi prima. Voy a Quebec, tengo pasaje, trabajo y un cacho de odio. Igual los quiero. De vos no me despido, madre. Errar es humano, perdonar cuesta un huevo.  

miércoles, 16 de julio de 2014

CITROËN 78, FALTABA

      Había tanta niebla, tanto frío que el viejo Citroën  casi no arrancó. Entraba al laboratorio a las cinco en punto de la mañana. Todo desaparecía en el camino roto, de asfalto, que lo llevó a Magdalena. Recordó que debía lavar los tubos antes que llegara el jefe o sería maltratado el resto del día. Faltaban cinco para las cinco. Sintió tiritar sus manos, no supo por dónde entraba niebla hasta dentro del auto. Se detuvo sólo. Hubo algo que le impidió continuar. Entrevió un grupo de esos que arrojan lechazos de brea para llenar baches. Faltaban cuatro minutos, le pareció inoportuno el horario, pero útil a sus ruedas cansadas de traqueteos exasperantes. Alguien tocó su ventanilla. Una mano que no vio, pero una voz que escuchó. Decía que estaban reparando un trecho. Le sugirió regresar, ese trabajo llevaría un tiempo. Él dijo que no importaba, seguiría por la banquina o perdería el trabajo. La voz contestó “Hacé lo que quieras”. Tomó la banquina de memoria. Faltaban tres minutos. El Citroën respondió como sólo lo hacen ellos, lo llevó derecho, a paso de hombre. La niebla bajó lenta. Miró por el vidrio ausente de la derecha. Había un camión con bolsas de arpillera que los operarios depositaban en un trecho de dos kilómetros. Otros arrojaban piedras, otros brea. Pasó el puño por el espejo retrovisor y vio las bolsas alargadas, las piedras que cubrían, la brea que cerraba. Faltaba un minuto, el cartel que decía Magdalena. El Citroën paró solo y él bajó lleno de neblina. Tiritando, el laboratorio vacío y los tubos rotos.