Caminaba
por la calle Paraguay, una mañana de sol angelado, sin rumbo. Cuando siento
alitas en los pies no me gustan los destinos destinados. En sentido contrario
tropiezo con Borges y sus fucking seguidores, escuchando palabras de Yoryi,
bastante ininteligibles ya en esos tiempos. Tampoco estaba tan ciego, a pesar
de su bastón made in England. Como el bastón se interpuso entre mi mocasín y la
baldosa rota, le lancé un Excuse me, my God. Él apartó a sus fucking seguidores
como moscas y me invitó a tomar un café al Richmond de Florida. Un Lord o un
Sir no hubiera sido mejor recibido. El mozo me miró con cara de Y ésta quien
es. Tenía el ruedo del uniforme descosido, la corbata torcida, el pelo pidiendo
shampoo a gritos y los botoncitos de la camisa no existían. Le pregunté con
descaro púber si podía tomar café con un tostado, él asintió risueño. Con la
boca llena le convidé la mitad de mi tostado, él aceptó. Con una mano inefable
sacó mi trenza, que por la emoción se había sumergido en el cafecito. Hablaba
con pausas que aproveché para contarle que odiaba el colegio y estudiar inglés.
Hizo una sonrisa de medialuna que me dio hambre. Él adivinó mi deseo y le pidió
al mozo una medialuna. Nos fuimos sin pagar, me encantó.
Lo acompañé hasta su casa, total me había
hecho la rata. Salió alguien que le abrió la puerta del austero edificio y le
extendí mi mano enmelada con sumo placer y encanto y la más fina voluntad. Me
dio las gracias por mi compañía. Cuando llegué a lo de mi abuela le conté que
en la escuela habíamos leído un cuento de Borges y que no entendí un carajo. Me lavó la boca
por decir carajo.
Este episodio de mi vida se lo conté a mi
padre, a mi madre, a mis hermanos, a mis tíos, a mis amigos. Nadie me creyó
jamás.
Todos diosificaban al escritor aburrido y
complicado.
Pasaron muchos años, llevo en mi corazón
aquella mañana de sol tibio y lamento no haberle dicho que escribir no era lo
suyo.