Pertenecían a un cepo chino de
supermercados. Chin Tien extrañaba su
pueblo entre montañas picudas y sendas de tierra seca. No conocía el calzado,
allá andaban descalzos y se metían bajo cataratas repentinas cuando regresaban,
luego de quince horas de trabajo. Los
cumple se festejaban en la calle, con una mesa de dos cuadras de largo y
asistía todo el pueblo. Yo Yo Tu estaba encantada con el espacio y la tierra de
aquí. Ella nació en Beijing, era dinámica y risueña. Contó que en China no
cabía un chino más.
Chin Tien estaba asustado, debía congelar
los precios y como los clientes tenían los ingresos congelados, morían las
góndolas de ausencias. Pagaban todos sus impuestos, sin embargo la FIPA iba todos los días a
inspeccionar. Charlaba con los ex-clientes que ahora los visitaban. Él sabía
separar la desgracia de ese absurdo y soñar con los pies descalzos en el agua y
las sendas mágicas. Le dijo a Yo Yo su nostalgia, su deseo de salir de ese
infierno y darse un baño de cataratas y una caminata de barro. Yo Yo tuvo una
enorme piedad y lo dejó volver a su pueblo. Yo Yo se encargaría del destino del
supermercado. Chin Tien partió triste pero contento.
Yo Yo cambió sus tímidos vestuarios,
hacía sus escotes más bajos y subía sus gracias con corpiños ortopédicos. Salía
sola, de noche, los jueves y los domingos. Conoció un argentino que le comunicó
que ella le gustaba, pero si tuviera los ojos normales le gustaría mucho más.
Yo Yo se hubiera arrancado los ojos como Edipo, pero prefirió una cirugía que
hasta párpados le hicieron.
El mundo es un pañuelo, llegó la historia
a oídos de Chin Tien que construía la casa para ambos en su pueblito. Vino
volando, haciendo treinta aterrizajes por desperfectos en todas las líneas. Se
encontraron, Chin Tien la quiso llevar con él, aunque los ojos fueran
anormales. Yo Yo dijo no y él sí y ella no y él sí. Chin Tien se perdió en el
odio y le ensartó treinta puñaladas. No agregó las otras cuatro porque
detestaba homenajear al Tango.