viernes, 29 de enero de 2010

RESPETO

Mi querido Dr. Psi Boured:
No me atreví cuando hacíamos análisis cara a cara. Tampoco el diván me parecía apropiado para decirle cuán agradecida estoy por su contención, cuando aparecí en aquel estado. Fui sucia, de cuerpo y de ropa. Me picaba la cabeza, no eran piojos, no se usaban en aquel entonces, era mugre. Su sentido del humor, tan explícito, cuando me disculpé por mi aspecto y mal olor. Ud. dijo que no había diferencia con cualquier paciente de Melchor Romero. Me levantó la autoestima de sentirme nadie a ser un alguien mugriento, de Melchor Romero.

Era la excusa perfecta para contar, a un desconocido, mis más íntimos secretos mezquinos. No podía hacer nada por el bebé de mis entrañas. Sólo amamantarlo y porque lo depositaban en mi pecho. Pensé en arrojarme por la ventana o dejarlo sólo y tomar todas las pastillas que Ud. me dio, pero juntas. Una procesión de familiares y amigos visitaban mi locura, le hacían ajó… ajó… al bebé. Luego huyeron de uno en uno, despavoridos. Ud. me quiso ver, ni bien le resumí que hacerme cargo de esa personita, me daba vértigo, náuseas y sombras tanáticas, acosando mi cabeza todo el tiempo.

Aprendí, aceptando sin premura, que tenía un nuevo amigo, tan pequeño que debía custodiar su vida, para siempre. Finalmente nos quisimos y nos gustamos, era un hijo perfecto. Él sabía más de mí que yo de él ¿Recuerda Boured, que me llamaba todas las noches? Yo pensé que era por afecto, luego me enteré de la responsabilidad profesional, frente a una suicida, compulsiva, a cargo de un pequeñín, gustoso de haber nacido.

Pasaron seis años y todas las semanas teníamos una sesión. Yo me bañaba, me vestía y pintada como una puerta, aparecía en su consultorio. Le contaba boludeces y muy de cuando en vez, algo reflexivo. Ud. me señalaba siempre lo mismo. Parecía una grabación. Varias sesiones corrió sus ejes, con dispensa psicóticas, perdón psicoanalíticas, habló de su hartazgo de los locos de Melchor Romero, de sus hijos que ya no parecían pertenecerle y del amor de su mujer por las pastillas. Yo le sugería cosas y Ud. me miraba con ojos de “-cómo podés ser tan idiota?”. Opté por callar. Ud. comenzó a correr de horario mis sesiones. Llamaba para suspenderlas por razones domésticas. Concertaba una hora y Ud. me despedía, porque la jaqueca lo mataba.

Lo que me decidió, fue algo intrascendente, común en su praxis, que comencé a juzgar. Eran las seis en punto y soy maniática, con los horarios también. Ud. tardó diez minutos en atenderme, que se hicieron quince, veinticinco, treinta, de pronto, pasó la loca que atiende el consultorio de al lado. Me miró como a un insecto abandonado y con cara de batracio mal atendido, espetó que se fijaría en la planta alta. Esperé veinte minutos, hasta que el batracio, contenta, despeinada, con la pintura corrida y la falda al revés, volvió. Me miró con sorpresa y gritó hacia arriba ”- ¡Boured te espera una paciente!”. Ud. apareció despeinado, con ojos lagañosos y la bragueta desprendida. Muy suelto de sueño pidió disculpas y con cabeza de erudito, me dio el pase para el día siguiente.

Lo perdono, Boured, debió estar cansado de la vida, me cobraba poco, sabía de mis ingresos. Así y todo, no le perdono, era mi cabeza su responsabilidad y no la sumió.
Es mi derecho, mandarlo a la puta madre que lo parió.

..........................................................................Laurita.....................

sábado, 16 de enero de 2010

ALGO AJENO, SIN PERMISO.

Sonó el timbre del recreo, yo me quedo en el salón, Georges Brassens sale al patio y dice:
"En mi pueblo, sin pretensión,
tengo mala reputación.
Haga lo que haga es igual,
todo lo consideran mal.
Yo no pienso, pues, hacer ningún daño
queriendo vivir fuera del rebaño.
No, la gente no gusta que uno tenga su propia fe.
No, la gente no gusta que uno tenga su propia fe.
Todos, todos me miran mal,
salvo los ciegos, es natural.

Cuando la Fiesta Nacional
yo me quedo en la cama igual,
que la música militar
nunca me supo levantar.
En el mundo, pues, no hay mayor pecado
que el de no seguir al abanderado.
No la gente no gusta que uno tenga su propia fe.
No la gente no gusta que uno tenga su propia fe.
Todos me muestran con el dedo,
salvo los mancos, quiero y no puedo.

Si en la calle corre un ladrón
y a la zaga va un ricachón,
zancadilla al bon bon señor
y aplastado el perseguidor.
Eso sí que sí, que será una lata,
siempre tengo yo que meter la pata.
No la gente no gusta que uno tenga su propia fe.
No la gente no gusta que uno tenga su propia fe.
Todos detrás de mi a correr,
salvo los cojos, es de creer.

No hace falta saber latín,
yo ya sé cual será mi fin.
En el pueblo se empieza a oír:
muerte, muerte al villano vil.
Yo no pienso pues armar ningún lío,
porque no va a Roma el camino mío.
No la gente no gusta que uno tenga su propia fe.
No la gente no gusta que uno tenga su propia fe.
Todos, todos me miran mal,
salvo los ciegos, es natural."


Georges Brassens Año 1954 (Gracias)

lunes, 11 de enero de 2010

UN TURNO

No soportó más estar tan triste y encima, le había dado por llorar. Un sólo amigo lo siguió escuchando y le recomendó un psicólogo. Pidió que fuera a éste, tenía una formación excelente.

Un lunes, pidió un turno, de inmediatez imposible. Le preguntaron, quién lo había derivado y él que sólo pensaba en su tristesitud tan triste ; contestó, que lo había derivado la tristeza.
Llegó sin saber cómo y se sentó sin saber dónde, el psicólogo preguntó el motivo de su consulta.
Del paciente, provino un discurso, donde decía que vivía triste. Todo triste. Y si pensaba en lo triste que se sentía, le aumentaba la tristeza, al punto de llorar estilo diluvio.

Cuando terminó la sesión, el piso del consultorio, se encontraba inundado de charquitos. Eran los estacionamientos de su tristeza hablada.
Le preguntó al psicólogo, qué diagnóstico le daba, el licenciado, mesando su barba froidiana, respondió:
- ¡Depresión Machaza!

TRABAJOS

Es buena la señora. La vez que rompí el vaso juntó los vidrios, ni llamó al mozo. Dijo que me quedara tranquilo, podía pasarle a cualquiera. Otra vez me faltaban treinta centavos, ella los dejó al lado de mi café, sin decir nada, siguió leyendo el diario, como si nada. Se parece a alguien de otro tiempo, cuando yo trabajaba por joven y fuerte, pagaban bien, les gustaba mi obediencia. Mejor que en una fábrica estaba.

Los traslados me agotaban un poco, prefería lo otro. Había muchos que no querían. Yo sí, para eso era hábil y decidido, jamás le hice asco a nada. Era lo que correspondía. Me asombraba la resistencia de algunos, pero yo los podía. Hasta con una mano, cuando la otra se me dormía.

Me admiraban, tenía un sobrenombre que, no me acuerdo. Mucho mejor que mi apellido de nacimiento, más importante. Había chicas lindas, con cara de susto eran más lindas. El jefe decía que le diera para adelante, trabajar contento a ellos les rendía más. Tampoco recuerdo cuantos años fueron, llegué a Jefe, buena plata, eso sí me acuerdo. Aparecieron otros y entonces me pasaron a traslados. No me gustó. Pedí la baja y me la negaron. Terminé por ocuparme de tres, dos tipos y una mina, les daba de comer. La mina decía que me perdonaba, porque yo no sabía lo que hacía. Yo sí sabía, trabajaba. Era una tilinga zurdita, que la iba de monja. Esta señora me la recuerda, se parece a aquella, pero en vieja. Esta señora es diferente, me aprecia de verdad, no como aquella que yo le daba lástima. Pobre infeliz.

Hoy compré una rosa y se la dejé en la mesa, no le hablé, porque mi enfermedad no tiene remisión, escupo amarillo si abro la boca, me daría vergüenza. La señora me miró y me sonrió. Es muy educada, dio las gracias dos veces. Hay gente buena, poca pero hay.

jueves, 7 de enero de 2010

HACER

Los mejores alumnos, los de muchos dieces, eran seres que detestaba, tal vez la idiota competencia de trilladora con sus iguales, tal vez la perfección dibujada. Se me instaló la idea, los mejores eran los peores.

Con ella fue distinto. Era diferente, nunca sonreía, pero cuando eso pasaba a mí me daban cosquillas y la quería entraña, no novia. Nobles sus ideas, nos divertía a todos por igual. Se ponía roja porque era humilde como los grandes. La mañana de la lluvia, tres horas libres de charlas y risas. Ella, en un rincón, dibujaba cruces en la humedad de la ventana. Le miré las pestañas que le llovían en silencio. Le pregunté, le preguntó su amiga, todos le preguntamos. Sonrió a todos y abrazó a tres al mismo tiempo. Habló con bronca, tapando su historia gritada, pidiendo perdón, por la infamia, la impotencia.

Nosotros éramos sus únicos afectos, dijo. Eso nos hizo responsables. De los abrazos, a la estrategia natural. Como es a los trece. Para cambiar el aire toqué mi guitarra, alguno cantó conmigo. Ella escuchaba con gesto triste, su cuerpo descansaba entre guardapolvos queridos que daban besos en la frente, la mecían como una bebé gigante, lastimada de por vida.

Esta vez nadie se atropelló a la salida. Los varones adelante, con la serenidad de la justicia para lo que no tiene perdón. Las chicas atrás como coreutas protectoras. Un falcon verde la esperaba, el mismo de siempre, quién sabe…usado en otros tiempos. Un hombre viejo, de pelo blanco, le abrió la puerta, ella subió mirando hacia el suelo, abrazándose a sí misma. El viejo arrancó, nosotros lo rodeamos. Varones y mujeres lo rodeamos, por delante, por atrás, por todos los costados. Nos cruzamos de brazos con las piernas separadas y no pudo avanzar, eran muchos los ojos sobre él. Sin decir nada nos fuimos retirando, en círculo. Yo me quedé delante, un rato más, siempre fui medio retardado.
El viejo estaba tan blanco como su pelo.
Nunca más, nunca más, nunca más le puso una mano encima.
Andando por Buenos Aires la encontré, quedamos en vernos esta noche, vive en Canadá. Vuelve mañana.