—¿Quién fue? ─lo preguntó con voz de gallina clueca, por algo le decían Betty la malvada.
Lo amigos del
domingo rodeaban la mesa de ravioles caseros que hacía Dionisia, con recetas
herméticas, aprendidas de su familia provinciana. Tenía cultivos de plantas
aromáticas desconocidas hasta por sus patrones nuevos ricos. Dionisia se
acercaba al señor:
—¿Qué
quiere comer el hombre hoy?
La señora, sin
mirarla, decía:
—Te dije mil
veces que se pregunta: “¿Qué desea comer el señor hoy?”, ¿tanto te cuesta dejar de lado tu
ignorancia?
El marido sin
levantar la cabeza del diario, acotaba:
—Dejála, ella es
así─ luego de un eructo ─además cocina como una diosa, por algo se llama
Dionisia, su nombre empieza con la sílaba dio, es una santa, no la jodas a ver
si se nos va.
Fue de visita
Betty la malvada a la hora del té y preguntó con voz de gallina sin servir:
“¿Quién fue?”. Bárbara ligeramente alterada, le dijo:
—¿Por qué
preguntás siempre lo mismo y a qué te referís con quién fue, quién fue qué?
Contestó
apretando sus fosas nasales con un pañuelo de papel:
─Él o la que
llena de flatulencias hasta los balcones.
Todas las
miradas se dirigieron al abuelo que tomaba su Bloody mary, perdido en sus
recuerdos. Dionisia que cuidaba al anciano como si de su padre se tratara,
respondió:
—Los años de las
personas mayores dejan salir sus aires internos descartables, en mi tierra
dicen que se desgracian. Igual podría ser cualquiera, no veo ningún joven, ya
verá señora malvada, perdón señora Betty, que a usted le pasará lo mismo.
Betty partió sin
saludar, con la nariz en alto ahora tapada entre el pulgar y el índice. Los
señores le suspendieron sus francos por dos semanas. Dionisia lloró a mares
porque eran los días en que mandaba sus sueldos completos a la provincia de sus
parientes, tan pobres como la pobreza. Días que comerían mendrugos y mates, si les
quedaba yerba.
Los amigos de
los domingos rodeaban la mesa de los ravioles dionisíacos. Le salieron tan
exquisitos que repetían los platos una y otra vez. El señor abrió más botellas
de vino de lo acostumbrado. Dionisia recibió felicitaciones, todos encantados
con sus guantes de servir blancos, mientras en la cocina permanecían los
quirúrgicos que usó para cocinar. El día anterior había lustrado la casa, no
quedó ni una mácula. Nadie lo advirtió, pero a ella no le produjo ningún
asombro. Los invitados quedaron tan satisfechos que no pudieron tomar el
postre.
De uno en uno
parecían dormir sobre la mesa, algunos rompieron el círculo y cayeron al piso,
se formó un coro de eructos ensordecedor y un tsunami de flatulencias rompió
los vidrios de todas las ventanas.
Dionisia no
levantó la mesa, no quiso interrumpir el sueño de los ángeles. Se dirigió a su
pequeño dormitorio y armó la valija roja que no cerraba y no cerraba. Optó por
hilo sisal, asomaban ropas pero se sostenían.
Cuando llegó el
momento de cambiar sus vestidos, se produjo un push-up en el corpiño, relleno
de pesos, dólares y euros. No dejó rastros de su paso por la casa. Caminó de
noche hasta la terminal, sacó un pasaje a su provincia. Las demoras y roturas
de micros postergaron su llegada. Una semana para abrazar a sus viejos,
hermanos, sobrinos, tíos, hijos y vecinos.
Su marido llegó
bien entrada la noche, envuelto en tierra y herramientas oxidadas. Se metieron
en el rancho para poner al día tanta ausencia de amor postergado.
Los amigos del
domingo fueron encontrados muertos, sin causas aparentes. Nadie reparó en los
tiestos infinitos de cicuta y hongos venenosos a granel que Dionisia agregó a
los ravioles del último domingo. El caso se caratuló como muertes naturales por
ingestas excesivas y vinos de dudosa procedencia.
Eran tiempos de
gobiernos mafiócratas, donde los expedientes se quemaban por las dudas.