El Gran Buenos Aires llegó a La Plata. Parecen iguales. Hay peligros de toda especie, los más comunes son los arrebatos callejeros, motoqueros o pedestres. Entreno por la noche, lo que queda de un día de trabajo. Melú, mi hermana mayor, me protege como a una hija.
—Mirá lo que
sos, Nani, Dios te dio todo, un cuerpo perfecto, una cara pomulosa, ojos color
miel, pelo rojo fuego. Te miran, los pibes se dan vuelta a tu paso, o tu paso
los da vuelta.
Nani tenía 24
años. De uno de los tres Estadios de Box Femenino, de la Ciudad, ella ocupaba
el Primer Puesto. Campeona de peleas consecutivas, desde sus inicios.
—¿Te vas a poner
eso, para entrenar esta noche a las dos de la mañana? ¿Es necesario short con
lentejuelas rojas, una remera de competición violeta y zapatillas con luces
verde flúo?
Y sí, pensó
Nani, es un tanto overdressed, pero es el cumple de mi novio.
Voy a caerle
con tres regalos, una torta plena de chocolate, dulce de leche y una bengala,
el segundo regalo seré yo y el tercero es que me quedo a dormir. No le cuento a
Melú, porque se pone a llorar como si no me fuera a ver más. Es pacata, se cree
que me voy para siempre a lo de mi novio, o que me pasará algo en la calle,
“algo” puede ser lo peor. Me despido triste porque no le pone onda Melú, parece
que le gustaran las situaciones tanáticas.
Llegando a 7 y
64, hay dos en moto y dos caminando, me siguen, prendo las luces de mi casco,
son enceguecedoras, me las trajo mi tío de Chicago. Los tipos quedan mareados,
pero siguen. Me dio miedo, no quería mi autoestima defenestrada por cuatro
guarros. Estacioné la bici, me puse frente a los cuatro y trompeé a los
motoqueros de un nock out, yacieron sobre el asfalto, eso me dio envión para
seguir con los que iban a pata, fue más trabajo, pero mi derecha es infalible.
De una piña los mandé al cordón, para asegurame les metí dos patadas en las
bocas de sus estómagos birreros.
Subí a la bici,
no tenía ni una lentejuela menos, el casco impeque. Llegué a lo de mi novio, le
canté el Apioverde y rogué que apagara la bengala que portaba en el canasto
delantero, con esa tampoco pudieron los delincuentes, pero quemaba. Le hice el
relato de lo sucedido, me levantó el brazo derecho:
—¡Bravo Nani
todavía!
Mientras cortaba
la torta lo miré por el espejo. Se mesaba la barba y tenía algo de miedo en sus
ojos. Pero no, me habrá parecido.

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