Después de veinte años decidieron
reunirse en el mismo piso que usaron de jóvenes. Con la llave ni pudieron abrir, el viejito de abajo
dijo que la cúpula estaba ocupada por su verdadero dueño. Él tenía una llave de
un piso con sillones y escritorio, el dueño estaba siempre afuera. J.D. no
tenía ganas de asistir, pero le pareció descortés. Él sabía que todo empezaba
con palmazos en la espalda, -mirá quién es-, los lejanos – ¿te acordás cómo?
Era el espacio de, -te acordás- era el primer bloque, luego venia el -¿en que andás? ¿te recibiste? ¿laburás, te
casaste, cuántos chicos? Y ni idea que te habías separado. Era el segundo
bloque de dónde estás ahora y qué hiciste de tu vida. Una vez interrogados a
todos los presentes se recordó a todos los que faltaban. Ése era el bloque
donde todos comprenden que la vida alguna vez hace black-out. A J.D. sólo lo miraron cuando todos
terminaron de desarrollar sus historias. Estaban advertidos que J.D. sufría la
agonía del libro y el fracaso de dos publicaciones. Prefería no hablar de nada,
sabía lo que venía y lo que iba, le aburría soberanamente. Igual todos lo
querían, era un malhumorado que si le ofrecían un whisky, gruñía. Había nuevos
autores, que los compañeros encontraban interesantes, como si un camino se
abriese en sendas nuevas. Esos autores eran gruñidos por J.D. a modo de –Qué
porquería- ó – Mucho plagio – ó – Qué acomodo - .
Cuando terminó el encuentro, el primero
en salir fue J.D., al doblar en el descanso del octavo nos sentamos a fumar
algo. Luego seguimos el descenso. Gruñe
J.D., se da vuelta y mira a los que van atrás, tenía ganas de decir que los
quería. Mejor no. Así es ideal.