martes, 30 de octubre de 2012

OJO POR OJO


      Toribio apareció entre nubes de polvo. Tenía una boina más grande que él. Los Zarzabal comían lechón y lo invitaron a sentarse. Toribio se apoyó en un rincón y el hijo más grande le dijo que se sacara la boina. Salieron cientos de rulos tirabuzones engrasados y entierrados. Le dijeron que se pusiera al lado del perro y le tiraron un cacho de lechón, cayó en el plato del perro. Toribio comió y le dio risa cuando eructó tres veces seguidas. Quedó de entenado. No había hombres, los peones eran todos los Zarzabal.

      Susanita, que era bizca pero rubia como el sol, se enamoró de Toribio y se casaron enseguida, ya se le notaba la panza. A Susanita le arreglaron los ojos, parecía una actriz famosa. Tuvo otro hijo, más parecido al cirujano que la operó que a Toribio. Casi igual que mi Abuela que tuvo mellizos. Uno se parecía a mi Abuelo y el otro al primo Alberto. Alberto era hijo de Susanita y tío del cirujano, o tío abuelo. Fue raro. Porque los hijos se casaron con los primos. Me perdí, enseguida me encuentro. Susanita era corta de vista, le pidió al cirujano que le tapara, con un parche, el ojo que veía menos. Toribio vivía en las nubes y comía huevos pasados por agua con cucharita de plata.

      Me confundí, mi abuela era una santa, ella misma lo decía y no tenía vela en este entierro. Los Zarzabal comían en plato de perro, había siete y ellos eran siete. Todos hijos del cirujano, que nunca reconoció a ninguno. Toribio se divorció de Susanita, le regaló toda la platería para compensar su decisión. Ella lloró mucho, más de un ojo que de otro. Mandó fundir los cubiertos y un orfebre suizo realizó piezas quirúrgicas para que el cirujano abriera un consultorio propio. Operaba en el dormitorio y Susanita le hacía de enfermera. Se enamoraron tanto que fueron novios.  No consumaron aquel amor para no consumirlo. Ella vivía en la cocina, esterilizaba bisturís y jeringas que envolvía en papel crepe de color blanco. Daba más sensación de asepsia.

      Se enojaron los Zarzabal cuando supieron lo de Toribio, el más aguerrido de todos le sacó un ojo de la cara y le ensartó un parche de arpillera atado con hilo sisal y pegado con unipox. Cuando tocó el timbre del consultorio, Susanita en persona lo atendió. Sabía de memoria cómo proceder, de mirar tantas operaciones. Le fabricó un ojo de plata, tan perfecto, que Toribio, agradecido, le pagó con un hijo que le hizo en tres minutos. Luego se fue. El cirujano notó que la panza de Susanita crecía. Ella le informó que iba a tener un hijo, pero que igual siguieran siendo novios. Él acepto, pero antes le pegó una bofetada. Susanita se la devolvió. Luego se besaron. Fue un milagro, el hijo salió igualito al Zarzabal que le sacó un ojo a Toribio.

      Me pierdo, la memoria traiciona, pero no mata. Sé guardar secretos. Si mal no recuerdo Alberto despareció el día que llamó papá al cirujano. Mi abuela, por ser el primo predilecto, lo recibió en su casa. Ya estoy hablando pavadas, mi Abuela jamás tuvo un primo que se llamara Alberto.

lunes, 15 de octubre de 2012


      La odiaba desde la confusión aquella. No le dirigía la palabra. Él estaba de vacaciones con sus amigos cuando se enteró. Había nacido con capacidades diferentes, el hermano la llamaba mongui, la otra forma encubría y era más larga. Los padres le hicieron operar la cara, para que la sociedad la aceptara. Resultó una niña inteligente y graciosa. Era tan bien tratada que su hermano llegó a pensar que la preferían. Cuando él se ausentó, ella preparó una comida para sus padres, quiso sorprenderlos, hasta juntó hongos del bosque, sabía que sus padres morían por comer hongos. Y así fue, murieron. Comieron hasta no dar más. Ella ni probó, prefirió mirar cómo le sonreían. Un vecino se encontró con aquella escena. Llamó a la policía y al hermano. El juez opinó que la chica era inimputable y hasta podía borrar con silencio la causa y su difusión, la erogación para la poli y para él fue excesiva. Le pidieron tanto que el hermano se vio obligado a vender la propiedad y el bosque. Le sobró para comprar una casita de campo, sin campo.

      Ahora la hermana pasa lentamente la escoba sobre el pequeño tumulto de hormigas. Mira hacia la ventana, sabe que el hermano la espía. Con la vieja carabina le dispara al corazón. Espera media hora y sale a mirar. Ella está tendida en la galería, abraza la escoba con una sonrisa estúpida en la boca, las hormigas le hacen un caminito por las piernas.

martes, 2 de octubre de 2012


      El muchacho gordo apareció en un recodo de los árboles. Pasó una carreta y lo levantaron en silencio. Judíos, judíos como él. De los fusilados, él se salvó, trepó entre cadáveres buscando el aire, antes escuchó la partida del enemigo. Llegó subiendo entre los cuerpos muertos y el aire lo llevó en un carro rural, de judíos ricos.

     Recalaron en Ensenada y era otra tierra, anotaron sus nombres como sonaban. Al gordo lo mandaron al comedor para que sirva guisos con carne y papas. Lloraban de emoción ante los platos. Piezas con cocinita y baño a compartir. El muchacho llevaba y traía bolsas, con dos días de trabajo, pagaba la pieza. Gordo como era, dormía en cama caliente y a las dos horas seguía su labor hasta la noche. Sentía que algo explotaba dentro de su cuerpo y caminó por la costa. Viajó de polizón en un barco carguero y llegó al mismo lugar de donde huyó. El muchacho gordo apareció en un recodo de los árboles, contento y flaco. Había olor a su aldea, la guerra había terminado.

      Dios creó las cuatro de la tarde para que mi vecino y sus amigos me interrumpan la siesta. En una hora sonará el despertador. Tengo tres horas para reponer energías y volver a mi trabajo infame de doce horas. Un día me animé y les pedí que comenzaran sus ensayos a las cinco. Les expliqué que mi laburo permitía un sueño de tres horas, sino, derramaba bandejas, rompía tazas y me lo descontaban del sueldo. El más alto, con su guitarra al mango, frunció la cara, siguió con dos cuerdas y pateando la puerta cerró sobre mi nariz prominente que sangró y manchó la camisa limpia. Golpeé con furia, no escuchaban. Tomé ímpetu y me largué con todo el peso de mi cuerpo sobre la puerta. Caí sobre el baterista, lo tiré contra la pared y se rompieron dos parches.

      El tipo tenía el doble de mi tamaño y dio un suspiro tan hondo que pensé que me llevaría al centro de la tierra. Abrió la puerta de su cadillac del cincuenta y tomando mi camisa, me sentó de prepo. El alto subió atrás con su guitarra encarnada. Eligió los parches más caros. Allí quedaron mis ahorros. Pareció un milagro, se mudaron a otra casa.

      La bendición de una siesta de silencio fue interrupta por la demolición de la casa de mi vecino. El epílogo de la tragedia continuaría con la construcción de una torre de quince pisos. Dios me privó de la siesta y del sol. Y de jugarle al cuatro, que era mi número preferido.


        Encontrarás una casa con un nombre extraño, esa no la quiere nadie, hasta le temen. Tu cabaña se encuentra justo enfrente. Tomy, incrédulo, vio la cabaña rodeada de tres pinos y sin nada alrededor. Se lo hizo saber, el anciano  explicó que nadie pudo sacar una foto porque la casa se esfumaba y no salía.

      Le señaló el rumbo y Tomy encontró la casa y enfrente su cabaña. Era como la de los siete enanitos, tenía ventanucos y un escritorio bajo una de las aberturas. Allí puso su vieja máquina de escribir, esa era la idea de su editor, rodearse de tranquilidad absoluta y entregar a fin de mes. Acomodó la primer hoja en blanco. Vino la noche. Escribía con decisión y tiraba papeles hechos un bollo. Cuando llenó el piso de escritos inútiles se acostó a dormir. Miró hacia la casa de enfrente. Estaba iluminada y las cortinas volaban como fantasmas. Se escuchaban risas y cubiertos, pero no vislumbró a nadie. Durmió todo su cansancio. Cuando empezó a teclear no pudo evitar mirar hacia la casa. No había nada. Cruzó enfrente y tocó el timbre, mientras esperaba el timbre desapareció. Se apoyó contra una columna y de pronto sintió un desmayo. Cuando se recuperó la columna había desaparecido. Tocó la superficie de la casa y la casa se iba transformando en un pastizal.

      Apareció un paisano de a caballo, Tomy le preguntó qué pasó con la casa. El paisano subió los hombros y contó que en el pueblo se decía que ahí había funcionado una casa para cobijar a nazis de altos mandos. Luego la compró un rico que se la regaló a su amante. Por problemas de infidelidad, huyó la mujer y el amante desapareció. La mesa estaba servida, se veían carozos de aceitunas en el medio del mantel pero nunca nadie volvió a esa casa. También decían que había sido un centro de detención clan… Tomy no lo dejó terminar, corrió a la cabaña y embaló sus cosas. Alguna historia se le iba a ocurrir.

      Un hombre sentado en una silla plegadiza con ruedas y motor. El hombre apretaba un botón y en el jardín iba y venía. Cuando regresaba, una mujer muy bella le ayudaba en el plegado. El hombre nos sonreía hasta que mi hermana más grande preguntó si no la podía llevar un rato. El hombre le permitió sentarse en sus rodillas y dieron una vuelta perimetral. Conmigo hizo lo mismo. Mi hermano menor bajó de la silla gritando que, el paralítico, era un degenerado. La mujer bella tenía el auto en marcha, sentó al hombre, plegó la silla y partieron a toda velocidad.