Toribio apareció entre nubes de polvo.
Tenía una boina más grande que él. Los Zarzabal comían lechón y lo invitaron a
sentarse. Toribio se apoyó en un rincón y el hijo más grande le dijo que se
sacara la boina. Salieron cientos de rulos tirabuzones engrasados y
entierrados. Le dijeron que se pusiera al lado del perro y le tiraron un cacho
de lechón, cayó en el plato del perro. Toribio comió y le dio risa cuando
eructó tres veces seguidas. Quedó de entenado. No había hombres, los peones
eran todos los Zarzabal.
Susanita, que era bizca pero rubia como
el sol, se enamoró de Toribio y se casaron enseguida, ya se le notaba la panza.
A Susanita le arreglaron los ojos, parecía una actriz famosa. Tuvo otro hijo,
más parecido al cirujano que la operó que a Toribio. Casi igual que mi Abuela
que tuvo mellizos. Uno se parecía a mi Abuelo y el otro al primo Alberto.
Alberto era hijo de Susanita y tío del cirujano, o tío abuelo. Fue raro. Porque
los hijos se casaron con los primos. Me perdí, enseguida me encuentro. Susanita
era corta de vista, le pidió al cirujano que le tapara, con un parche, el ojo
que veía menos. Toribio vivía en las nubes y comía huevos pasados por agua con
cucharita de plata.
Me confundí, mi abuela era una santa,
ella misma lo decía y no tenía vela en este entierro. Los Zarzabal comían en
plato de perro, había siete y ellos eran siete. Todos hijos del cirujano, que
nunca reconoció a ninguno. Toribio se divorció de Susanita, le regaló toda la
platería para compensar su decisión. Ella lloró mucho, más de un ojo que de
otro. Mandó fundir los cubiertos y un orfebre suizo realizó piezas quirúrgicas
para que el cirujano abriera un consultorio propio. Operaba en el dormitorio y
Susanita le hacía de enfermera. Se enamoraron tanto que fueron novios. No consumaron aquel amor para no consumirlo.
Ella vivía en la cocina, esterilizaba bisturís y jeringas que envolvía en papel
crepe de color blanco. Daba más sensación de asepsia.
Se enojaron los Zarzabal cuando supieron
lo de Toribio, el más aguerrido de todos le sacó un ojo de la cara y le ensartó
un parche de arpillera atado con hilo sisal y pegado con unipox. Cuando tocó el
timbre del consultorio, Susanita en persona lo atendió. Sabía de memoria cómo
proceder, de mirar tantas operaciones. Le fabricó un ojo de plata, tan
perfecto, que Toribio, agradecido, le pagó con un hijo que le hizo en tres
minutos. Luego se fue. El cirujano notó que la panza de Susanita crecía. Ella
le informó que iba a tener un hijo, pero que igual siguieran siendo novios. Él
acepto, pero antes le pegó una bofetada. Susanita se la devolvió. Luego se
besaron. Fue un milagro, el hijo salió igualito al Zarzabal que le sacó un ojo
a Toribio.
Me pierdo, la memoria traiciona, pero no
mata. Sé guardar secretos. Si mal no recuerdo Alberto despareció el día que
llamó papá al cirujano. Mi abuela, por ser el primo predilecto, lo recibió en
su casa. Ya estoy hablando pavadas, mi Abuela jamás tuvo un primo que se
llamara Alberto.