martes, 2 de octubre de 2012


      Dios creó las cuatro de la tarde para que mi vecino y sus amigos me interrumpan la siesta. En una hora sonará el despertador. Tengo tres horas para reponer energías y volver a mi trabajo infame de doce horas. Un día me animé y les pedí que comenzaran sus ensayos a las cinco. Les expliqué que mi laburo permitía un sueño de tres horas, sino, derramaba bandejas, rompía tazas y me lo descontaban del sueldo. El más alto, con su guitarra al mango, frunció la cara, siguió con dos cuerdas y pateando la puerta cerró sobre mi nariz prominente que sangró y manchó la camisa limpia. Golpeé con furia, no escuchaban. Tomé ímpetu y me largué con todo el peso de mi cuerpo sobre la puerta. Caí sobre el baterista, lo tiré contra la pared y se rompieron dos parches.

      El tipo tenía el doble de mi tamaño y dio un suspiro tan hondo que pensé que me llevaría al centro de la tierra. Abrió la puerta de su cadillac del cincuenta y tomando mi camisa, me sentó de prepo. El alto subió atrás con su guitarra encarnada. Eligió los parches más caros. Allí quedaron mis ahorros. Pareció un milagro, se mudaron a otra casa.

      La bendición de una siesta de silencio fue interrupta por la demolición de la casa de mi vecino. El epílogo de la tragedia continuaría con la construcción de una torre de quince pisos. Dios me privó de la siesta y del sol. Y de jugarle al cuatro, que era mi número preferido.

No hay comentarios:

Publicar un comentario