Dios creó las cuatro
de la tarde para que mi vecino y sus amigos me interrumpan la siesta. En una
hora sonará el despertador. Tengo tres horas para reponer energías y volver a
mi trabajo infame de doce horas. Un día me animé y les pedí que comenzaran sus
ensayos a las cinco. Les expliqué que mi laburo permitía un sueño de tres
horas, sino, derramaba bandejas, rompía tazas y me lo descontaban del sueldo.
El más alto, con su guitarra al mango, frunció la cara, siguió con dos cuerdas
y pateando la puerta cerró sobre mi nariz prominente que sangró y manchó la
camisa limpia. Golpeé con furia, no escuchaban. Tomé ímpetu y me largué con
todo el peso de mi cuerpo sobre la puerta. Caí sobre el baterista, lo tiré
contra la pared y se rompieron dos parches.
El
tipo tenía el doble de mi tamaño y dio un suspiro tan hondo que pensé que me
llevaría al centro de la tierra. Abrió la puerta de su cadillac del cincuenta y
tomando mi camisa, me sentó de prepo. El alto subió atrás con su guitarra
encarnada. Eligió los parches más caros. Allí quedaron mis ahorros. Pareció un
milagro, se mudaron a otra casa.
La bendición de una siesta de silencio
fue interrupta por la demolición de la casa de mi vecino. El epílogo de la
tragedia continuaría con la construcción de una torre de quince pisos. Dios me
privó de la siesta y del sol. Y de jugarle al cuatro, que era mi número
preferido.

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