Miraba
el techo desde una cama de hospital oxidada, no tenía sábanas, sólo un colchón
con algunos resortes que en ocasiones lastimaban sus pies. Alguna enfermera
piadosa le cortaba el pelo. Se adivinaba que era una mujer o tal vez un hombre.
Los vidrios rotos le daban frío en invierno, no tenía noción del tiempo,
ignoraba si el médico venía cada quince días o cada dos meses. -¿Cómo andamos
Estelita? ¿Mejor? Más o menos ¿Peor?-. Ella embutía su cara en el colchón, lo
detestaba. Era un psiquiatra que tenía cara de loco, por convivir con tanto
piojoso olvidado por su familia.
En las otras camas no quedaba nadie.
La enfermera aparecía con un caldo sucio y la medicación, ni la miraba, metía las pastillas en los agujeros del colchón. Pensaba dibujos con las manchas de la humedad de las paredes. La visitaron por vez primera dos tías viejas vestidas de negro. Le dieron miedo, sus miradas inquisidoras hacían pensar en una muerte cercana. Las dos se sentaron y preguntaban algo acerca de un escribano o papel higiénico o papeles. Se levantó en camisón y corrió pasillos, atravesó patios y saltó las verjas dobladas por sus antiguos compañeros. Estela, flaca como palo de escoba, ganó la calle, escuchó el silbato del tren y lamentó no poder contestarle. Su garganta no le permitía otra cosa que llenarse de vidrios rotos que le cortaron la voz. Descubrió casas y pensó casa, casita, rancho, palacio. Escuchó voces de sus tías octogenarias, venían lejos pero la seguían. Papá palacio, rancho abuelo. Le dolió el pecho, otras voces dieron el consentimiento, firmó mamá, firmó papá. Tienes lápiz lapicera ¿tienes alguien que te quiera? Dos cuervos negros casi la tocan.
El atardecer amarillo, el rayo verde.
En las otras camas no quedaba nadie.
La enfermera aparecía con un caldo sucio y la medicación, ni la miraba, metía las pastillas en los agujeros del colchón. Pensaba dibujos con las manchas de la humedad de las paredes. La visitaron por vez primera dos tías viejas vestidas de negro. Le dieron miedo, sus miradas inquisidoras hacían pensar en una muerte cercana. Las dos se sentaron y preguntaban algo acerca de un escribano o papel higiénico o papeles. Se levantó en camisón y corrió pasillos, atravesó patios y saltó las verjas dobladas por sus antiguos compañeros. Estela, flaca como palo de escoba, ganó la calle, escuchó el silbato del tren y lamentó no poder contestarle. Su garganta no le permitía otra cosa que llenarse de vidrios rotos que le cortaron la voz. Descubrió casas y pensó casa, casita, rancho, palacio. Escuchó voces de sus tías octogenarias, venían lejos pero la seguían. Papá palacio, rancho abuelo. Le dolió el pecho, otras voces dieron el consentimiento, firmó mamá, firmó papá. Tienes lápiz lapicera ¿tienes alguien que te quiera? Dos cuervos negros casi la tocan.
El atardecer amarillo, el rayo verde.
A Estela se le partió la cabeza, pensó
unirla. Fue repentino, abrió la boca. No vio el precipicio, gritó ancho, largo,
alto, fuerte, hondo.