miércoles, 30 de septiembre de 2015

EL GRITO II

Miraba el techo desde una cama de hospital oxidada, no tenía sábanas, sólo un colchón con algunos resortes que en ocasiones lastimaban sus pies. Alguna enfermera piadosa le cortaba el pelo. Se adivinaba que era una mujer o tal vez un hombre. Los vidrios rotos le daban frío en invierno, no tenía noción del tiempo, ignoraba si el médico venía cada quince días o cada dos meses. -¿Cómo andamos Estelita? ¿Mejor? Más o menos ¿Peor?-. Ella embutía su cara en el colchón, lo detestaba. Era un psiquiatra que tenía cara de loco, por convivir con tanto piojoso olvidado por su familia. 
En las otras camas no quedaba nadie.
 La enfermera aparecía con un caldo sucio y la medicación, ni la miraba, metía las pastillas en los agujeros del colchón. Pensaba dibujos con las manchas de la humedad de las paredes. La visitaron por vez primera dos tías viejas vestidas de negro. Le dieron miedo, sus miradas inquisidoras hacían pensar en una muerte cercana. Las dos se sentaron y preguntaban algo acerca de un escribano o papel higiénico o papeles. Se levantó en camisón y corrió pasillos, atravesó patios y saltó las verjas dobladas por sus antiguos compañeros. Estela, flaca como palo de escoba, ganó la calle, escuchó el silbato del tren y lamentó no poder contestarle. Su garganta no le permitía otra cosa que llenarse de vidrios rotos que le cortaron la voz. Descubrió casas y pensó casa, casita, rancho, palacio. Escuchó voces de sus tías octogenarias, venían lejos pero la seguían. Papá palacio, rancho abuelo. Le dolió el pecho, otras voces dieron el consentimiento, firmó mamá, firmó papá. Tienes lápiz lapicera ¿tienes alguien que te quiera? Dos cuervos negros casi la tocan. 
El atardecer amarillo, el rayo verde.

      A Estela se le partió la cabeza, pensó unirla. Fue repentino, abrió la boca. No vio el precipicio, gritó ancho, largo, alto, fuerte, hondo.

martes, 29 de septiembre de 2015

EL GRITO


      Caminaba no sabía bien por dónde. Tenía la camisa con botones arrancados hasta la cintura, Raquel lo había echado de la casa, con gritos feroces y reproches mendaces. Los chicos dormían, eran cotidianas las noches así, ellos tomaban las repuestas murmuradas de Saulo y los últimos acordes de la guitarra, antes de pegar los párpados. –Esto es definitivo-, explicaba Pino, el hermano grande apretaba la guitarra que su padre le regaló a los doce. –Vos no tocás ni la mitad de papi, pero esta noche sí, por favor, esta noche sí ¿lo vamos a ver algún día?, mentime que sí, mentime, soy tonto, ya sé, pero lo necesito.
        Dos amigos lo seguían de lejos, estaban asustados, Saulo corría y se detenía, eran tan inciertos sus pasos.
-¿A vos te parece borracho?-. Fermín le contestó entre seguro e indignado –Jamás tomó una gota, es abstemio, Raquel es la culpable, nunca quiso que tocara cuando lo echaron del antro donde deslizaba su música, seguía en su casa, los chicos lo escuchaban extasiados. -¿Sabés lo que hizo la perra? Le cortó las cuerdas, lo saturó de improperios, por no tener dinero-. Era cierto, Saulo jamás tuvo un céntimo, llegó a Barcelona y fue admirado, aplaudido y premiado.
      Distribuía lo que ganaba entre amigos músicos que vivían en condiciones infrahumanas. También le mandaba a Raquel. Él apenas comía, sus amigos le hacían un lugar para dormir gratis. Saulo agradecía con partituras de regalo. Mandó construir una casa en Buenos Aires para su mujer y sus hijos.
      Barcelona no le parecía un lugar sano donde la familia lo tomara como lugar de pertenencia. Regresó sin plata, sólo una guitarra para Pino que amaba la música.
      Las últimas palabras de Raquel fueron –Ya que te inspira el cielo, por considerar la tierra un lugar inhóspito, andate y no vuelvas, que no se hable más-.
      Por suerte Saulo tenía la virtud de comprender la música como una casa donde el sonido viaja.

      Tranquilizó su caminata. Los amigos se mantuvieron lejos, con los ojos atentos. Sobrevino una paz que Saulo esparcía, la baranda del puente sobre el arroyo Kakamadera, los edificios tapando la pobreza, abrió su boca enorme para emitir el sonido del mundo derruído, se tomó la cabeza y quiso gritar aquel grito que nunca fue. 

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Y LA LUZ SE HIZO


      No sabía si fue su relación más amada. El tiempo trajo otras con ángulos encantadores, diferentes, amables u odiosos. No es fácil recordar lo sucedido treinta o cuarenta años atrás, son madejas que se enredan, los sueños colaboran con los nudos, auxilian pero no desentrañan.
      Hace tres días ella mandó un mail proponiendo un encuentro en un bar de Buenos Aires, tan derruido como sus antiguas miradas diarias bajo distintas luces, en mesas separadas. Él jugaba al ajedrez, ella leía. Cruzaban sus ojos cada día con más intensidad, pero siempre esquivos, había puentes difíciles de cruzar. Cuando ella se levantaba él entornaba el mirar en sus caderas, con más fuego que vergüenza y ella sentía su calor incrustado, hasta el amanecer. Había días opuestos, él escuchaba arpegios de ojos húmedos y guardaba sus ganas por miedo a perder esos cables inexistentes, que los dos disfrutaban en lejanos silencios de algún día.
      Él no pudo ocultar el desafío, la vejez de ella inundada de pliegues desconocidos, ojos opacos, pelo blanco, cuerpo enjuto, andar cansino.
      Un beso que apenas rozó sus mejillas. Ella no ocultaba, aceptaba. Tenía un hablar joven, preguntas oportunas, reflexiones esperanzadas y confesiones, tributos a lo vivido de una memoria repartida entre corazón y cuerpo.
      Un cuello blanco prístino y antiguo bailaba en su garganta, donde él reposó sus ojos, tomó cuenta de lo que sabía sin saber.
      Ella fue la más amada, lamentó aquel olvido.

      Olas altas y oscuras cubrieron el nudo de luz que le tomó las manos con la dulzura de aquel amor furtivo.

LAS PALABRAS

      Hace quince años andaba sola por el monte, no tenía miedo de las culebras, las arañuelas ni del misterio del rancho lejano, levitando sobre una alfombra de pastos dormidos.
      Cuando se inundaron las tres parcelas donde vivíamos, mis hermanos y mis padres guardaban la esperanza que las aguas bajaran. La lluvia no cesó durante seis meses, estábamos verdes de tomar mate el día entero, un modo de combatir la angustia, junto a las comidas ingeniosas de mi madre. Las provisiones disminuían.
      Pucheros, sopas, carne, leche, debido al corte eléctrico definitivo, la heladera no prolongaba las comidas, que con todo dolor, debíamos tirar a los chanchos apostados en la galería.
      Los vientos, suaves hasta aquel momento, soplaron vertiginosos. El agua llegó al piso de la cocina, mis hermanos construyeron botes con los postigones de las ventanas. Remamos todos con varillas de alambrado y llegamos al asfalto. Pensé que debíamos pasar por el rancho misterioso. Mi hermano, el más grande le dijo a mi padre “Siempre que llovió paró”. Mi viejo contestó “Callate boludo”.
      No era momento sugerir lo del rancho y mi deseo. Un señor muy gaucho, vestido de gaucho, nos llevó hasta el pueblo. Trabó con mis padres una amistad cálida y duradera.
      Comencé mis estudios en el pueblo y luego de quince años volví a las tres parcelas. Mi hermano menor corrió para saludarme con un abrazazo que sólo un hermano puede dar. Mi otro hermano, el de “Siempre que llovió paró”, casi me parte. Eran dos tipazos, mis loquitos queridos.
       Al atardecer salí al monte, llena de miedo. Había más árboles que antes, muchos. Lo dispuso mi padre, decía que sin árboles en diez años íbamos a respirar mierda.
      Logré divisar el rancho aquel, seguía levitando. Caminé en esa dirección. Llegué muerta de frío. En la puerta, sentado en su silla desvencijada, un viejito de pelo largo, como flecos glisados, tomaba mate mirando el aire.
      “¡Buenas y santas! Me llamo Pepa y vengo a saludarlo de cerca, siempre lo vi de lejos...” “Sea bienvenida hija, lo de buenas se lo acecto, pero lo de santas me cae mal. Mire lo que son las cosas, yo siempre vi de lejos a todos los cristianos, pero verlos de cerca, ni se me ha cruzao por la cabeza.” Y el anciano me trajo un banquito y un poncho. “Cae el sereno mija, pongasé ésto y tomemo unos mates calientito.” Le agradecí y nos quedamos los dos, mirando el aire.

      Aprendí algo del anciano inefable, las palabras ensucian el aire, lo pasamos fenómeno tomando mate sin hablar.

domingo, 6 de septiembre de 2015

PERDONAME QUE TE PERDONE

Tenía algo de fiebre y bronquitis. Caminé hasta la única casa de videos del pueblo, los pasillos angostos y los cientos de películas que llegaban al techo, clase Z.
       Algo humanista, o cine de autor, era una misión que llevaba tiempo. Había un anexo de juguetes y llaveros de superhéroes. Una casi adolescente buscaba videos y daba golpes con su bolso sobre mi espalda o mis brazos. No era intencional, pero sí molesto.
      Encontré por fin dos películas, una rusa de Nikita Mijailkov, se llama “Doce” y otra “La elegancia del erizo” francesa, imperdonable, no recuerdo su directora, creo que era mujer.
      Por fin llegué a la caja, la casi adolescente buscaba con avidez llaveros con la imagen de “Linterna verde”, “Aquaman”, “El hombre elástico” y “Spiderman” –Me gustan todos no sé con cual quedarme, mostrame ése.- Le pedía al chico de la caja. –O mejor ese otro ¿puede ser el que está debajo de todo?, te la hago corta, me llevo todos, son mis superhéroes de cuando era chica-. El cajero quitaba los precios con uñas ausentes. Harta, le sugerí dejarle los precios, para que sus amigos advirtieran cuánto había gastado.
-No ¿porqué? Son todos para mí. Los quiero en bolsitas de regalo, me encanta sorprenderme con obsequios para mí misma-. Casi olvidó la peli que alquilaba, “Hierro III” una obra maestra japonesa. Me miró y dijo que era la tercera vez que la veía y siempre le encontraba algo nuevo. Pagó, se disculpó por el atropello.
 -¿Sabés lo que me sucede? Soy una niña de corazón y una vieja de la cabeza-. Salió del negocio. La casi adolescente se llevó el calor.
      Me bajó la fiebre y me levantó el deseo de vivir.