Hace quince años andaba sola por el
monte, no tenía miedo de las culebras, las arañuelas ni del misterio del rancho
lejano, levitando sobre una alfombra de pastos dormidos.
Cuando se inundaron las tres parcelas
donde vivíamos, mis hermanos y mis padres guardaban la esperanza que las aguas
bajaran. La lluvia no cesó durante seis meses, estábamos verdes de tomar mate
el día entero, un modo de combatir la angustia, junto a las comidas ingeniosas
de mi madre. Las provisiones disminuían.
Pucheros, sopas, carne, leche, debido al
corte eléctrico definitivo, la heladera no prolongaba las comidas, que con todo
dolor, debíamos tirar a los chanchos apostados en la galería.
Los vientos, suaves hasta aquel momento,
soplaron vertiginosos. El agua llegó al piso de la cocina, mis hermanos
construyeron botes con los postigones de las ventanas. Remamos todos con
varillas de alambrado y llegamos al asfalto. Pensé que debíamos pasar por el
rancho misterioso. Mi hermano, el más grande le dijo a mi padre “Siempre que
llovió paró”. Mi viejo contestó “Callate boludo”.
No era momento sugerir lo del rancho y mi
deseo. Un señor muy gaucho, vestido de gaucho, nos llevó hasta el pueblo. Trabó
con mis padres una amistad cálida y duradera.
Comencé mis estudios en el pueblo y luego
de quince años volví a las tres parcelas. Mi hermano menor corrió para
saludarme con un abrazazo que sólo un hermano puede dar. Mi otro hermano, el de
“Siempre que llovió paró”, casi me parte. Eran dos tipazos, mis loquitos
queridos.
Al atardecer salí al monte, llena de
miedo. Había más árboles que antes, muchos. Lo dispuso mi padre, decía que sin árboles
en diez años íbamos a respirar mierda.
Logré divisar el rancho aquel, seguía
levitando. Caminé en esa dirección. Llegué muerta de frío. En la puerta,
sentado en su silla desvencijada, un viejito de pelo largo, como flecos
glisados, tomaba mate mirando el aire.
“¡Buenas y santas! Me llamo Pepa y vengo
a saludarlo de cerca, siempre lo vi de lejos...” “Sea bienvenida hija, lo de
buenas se lo acecto, pero lo de santas me cae mal. Mire lo que son las cosas,
yo siempre vi de lejos a todos los cristianos, pero verlos de cerca, ni se me
ha cruzao por la cabeza.” Y el anciano me trajo un banquito y un poncho. “Cae
el sereno mija, pongasé ésto y tomemo unos mates calientito.” Le agradecí y nos
quedamos los dos, mirando el aire.
Aprendí algo del anciano inefable, las
palabras ensucian el aire, lo pasamos fenómeno tomando mate sin hablar.

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