Caminaba no sabía bien por dónde. Tenía
la camisa con botones arrancados hasta la cintura, Raquel lo había echado de la
casa, con gritos feroces y reproches mendaces. Los chicos dormían, eran
cotidianas las noches así, ellos tomaban las repuestas murmuradas de Saulo y
los últimos acordes de la guitarra, antes de pegar los párpados. –Esto es
definitivo-, explicaba Pino, el hermano grande apretaba la guitarra que su
padre le regaló a los doce. –Vos no tocás ni la mitad de papi, pero esta noche
sí, por favor, esta noche sí ¿lo vamos a ver algún día?, mentime que sí,
mentime, soy tonto, ya sé, pero lo necesito.
Dos amigos lo seguían de lejos, estaban
asustados, Saulo corría y se detenía, eran tan inciertos sus pasos.
-¿A
vos te parece borracho?-. Fermín le contestó entre seguro e indignado –Jamás
tomó una gota, es abstemio, Raquel es la culpable, nunca quiso que tocara
cuando lo echaron del antro donde deslizaba su música, seguía en su casa, los
chicos lo escuchaban extasiados. -¿Sabés lo que hizo la perra? Le cortó las
cuerdas, lo saturó de improperios, por no tener dinero-. Era cierto, Saulo
jamás tuvo un céntimo, llegó a Barcelona y fue admirado, aplaudido y premiado.
Distribuía lo que ganaba entre amigos
músicos que vivían en condiciones infrahumanas. También le mandaba a Raquel. Él
apenas comía, sus amigos le hacían un lugar para dormir gratis. Saulo agradecía
con partituras de regalo. Mandó construir una casa en Buenos Aires para su
mujer y sus hijos.
Barcelona no le parecía un lugar sano
donde la familia lo tomara como lugar de pertenencia. Regresó sin plata, sólo
una guitarra para Pino que amaba la música.
Las últimas palabras de Raquel fueron –Ya
que te inspira el cielo, por considerar la tierra un lugar inhóspito, andate y
no vuelvas, que no se hable más-.
Por suerte Saulo tenía la virtud de
comprender la música como una casa donde el sonido viaja.
Tranquilizó su caminata. Los amigos se
mantuvieron lejos, con los ojos atentos. Sobrevino una paz que Saulo esparcía,
la baranda del puente sobre el arroyo Kakamadera, los edificios tapando la
pobreza, abrió su boca enorme para emitir el sonido del mundo derruído, se tomó
la cabeza y quiso gritar aquel grito que nunca fue.

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